La sabiduría va quedándose sin interrogación, la religión sin asombro, la democracia sin interés general. Triste espectáculo ofrece el intelectual sin pregunta, el creyente sin misterio, el demócrata sin pueblo. Son muchos los retenidos como eruditos que ejercen su oficio como sabiéndolo todo, prohibiéndose toda duda; sin un «todavía por conocer» no hay sabiduría válida.
También es deplorable toda religiosidad, por revestida que esté de rituales y morales, si no acepta que el núcleo más profundo de su espiritualidad se halla en el territorio del misterio, de un misterio que mucho excede a su capacidad de control; a la tienda del misterio se entra con los pies descalzos, es decir, con humildad. Deplorable resulta asimismo una democracia que va quedándose sin la primera parte de su nombre, sin el demos griego, es decir, sin pueblo, sin tener en cuenta la voluntad popular y sin perseguir el bien común. Parlamentarios de ambas orillas que vierten bazofia cuando intervienen, líderes políticos centrados en exhibir sus vanidades, portavoces que por cada voz elogiosa a su amo emiten siete voces ofensivas contra todos otros, todos estos van dejando la política sin su propio fin.
Decepcionante resulta la ciencia que rehúye el interrogante que le supera, la espiritualidad que obvia el silencio que le transciende, la política que, no superando el interés particular de los partidos, obvia la representación del interés general.