Conozco bastante gente que ha decidido no ver, escuchar ni leer nunca más las noticias para preservar su paz mental. Últimamente, a menudo les doy la razón. Me pregunto cómo sería vivir en los siglos pasados, cuando el eco de un acontecimiento grave y lejano –la muerte del rey, el estallido de una guerra, la conquista de un nuevo territorio– tardaba meses, o años, en llegar a tus oídos. En esos tiempos lo único importante, real, era lo que acontecía a tu alrededor y ese alrededor era tan escueto que lo marcaba la cantidad de territorio que podrías recorrer a pie, porque hasta tener un burrito era un gran lujo.
Ahora nos enteramos con pelos y señales de cosas que ocurren a miles de kilómetros de distancia, en idiomas que no comprendemos y a personas que jamás conoceremos. Y, verdaderamente, nos perturban el alma. Nunca he creído en el género humano, lo considero el animal más dañino de la creación. Pero cuanto más sé, más asco me da. Tendemos a creer que la imaginación humana no tiene límites, que los escritores y guionistas de cine y televisión gozan de recursos ilimitados a la hora de inventar héroes y villanos. Pero no.
Como se suele decir, la realidad supera a la ficción. Casi siempre, en su peor versión. Se ha hecho público el caso de un hombre estadounidense detenido por compartir material pedófilo –parece que está de moda–, pero eso solo era la punta del iceberg de su depravación. Tan bestia que resulta inverosímil. El tipo revelaba en conversaciones por chat cómo había drogado y violado a sus sobrinos y, peor todavía, esperaba el nacimiento de su primer hijo por gestación subrogada para poder violarlo en cuanto estuviera en sus manos. ¿Qué es esto? ¿Alguien lo puede explicar?