Estados Unidos marca tendencia. Incluso lo hace Trump al patentar el populismo como estrategia electoral de éxito. Los norteamericanos, en eso de marcar el paso, han pasado de tener un psicólogo de cabecera, después un psiquiatra, para acabar buscando un filósofo.
Las estanterías de los libros más vendidos están llenas de autores de autoayuda, de estrategias para alcanzar el éxito, de cómo hacerse millonario desde el sofá y sobre el secreto de la felicidad. Eso describe nuestra época y contrasta con otras en que lo colectivo, lo que nos pertenece a todos, lo que compartimos era lo más importante.
El profesor de Literatura italiana Nuccio Ordine ha titulado su último libro con una frase de John Donne (1624) «Los hombres no son islas». (Las mujeres tampoco). Séneca le dijo a Lucilio aquella frase tan extendida: «Hombre soy y nada humano me es ajeno». Cada persona es una piedra pero entre todas aguantan la bóveda del edificio que nos protege. Somos parte del mismo cuerpo. Todas estás referencias literarias vienen a decir que lo que es de todos también es mío y debo cuidarlo. En cambio, nosotros nos hemos acostumbrado a que lo que es de todos no es de nadie y en lugar de cuidar el jardín común lo arrasamos.
Si el patrimonio más importante de cualquier sociedad es su infancia y juventud, en nuestro tiempo sometemos la educación a los intereses espurios de los partidos políticos.
Si lo más noble es ser justo, utilizamos la justicia como herramienta para el desprestigio y la destrucción del adversario.
Si lo más humano es empatizar con el que más sufre, despreciamos a los inmigrantes y adoramos a los que se enriquecen especulando.
Si lo más inteligente es aprender de los que piensan de forma distinta a nosotros, nos idiotizamos en clubes sectarios sin capacidad de escucha.
Si lo más necesario es proteger la tierra que hemos heredado, actuamos como si no hubiera un mañana.
Y así nos va.