Como los cocineros se han convertido en teólogos o en alquimistas de la comida, empeñados en lograr la salvación eterna y el postre filosofal a base de integrar múltiples componentes a la cocción, es normal que algunos desconfiemos de los ingredientes. Sobre todo de los ingredientes secretos, que son los que elevan las recetas a la fama. Yo no solo desconfío de ellos; me incomodan bastante. Para empezar, suelen ser demasiados, cuando ninguna comida seria necesita más de media docena, incluyendo aceite, sal y acaso tomate. Además, suelen ser muy engreídos (¡ingredientes engreídos!), convencidos de que sin ellos hasta las excelentes anchoas o las gambas rojas se quedan en nada, y «El Banquete» de Platón deviene en sopa boba. Hay un barroquismo churrigueresco del ingrediente, una avidez y voracidad de ingredientes, que han pasado de mero componente de una mezcla a ser el alma misma del producto. Sea comida, bebida o medicamento, todos y cada uno de sus ingredientes son determinantes, sin que falte nunca el cebollino. Hay una matemática del ingrediente, una liturgia del ingrediente, una metafísica del ingrediente. O sea, mucho cebollino, entre otras yerbas. Porque lo secundario es ya lo principal, y en todas partes.
Demasiados ingredientes
15/04/24 4:00
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