De forma periódica vemos en los medios a expertos en esto y aquello que vaticinan el futuro económico y social de las Islas. La mayoría hablan de turismo, mercado laboral, oportunidades. Y muchos inciden en que el sector del lujo ha llegado para quedarse y que esa minoría ultrarrica exige unos parámetros de calidad en los servicios que acabarán por diseñar un estilo de vida similar al que hoy vemos en Mónaco o Saint Tropez.
Recuerdo bien una anécdota que me contaron cuando visitaba el Principado de los Grimaldi: «Aquí -decían- una señora de la limpieza gana seis mil euros», y todos nos quedábamos asombrados, hasta que a continuación te pinchaban la burbuja con un «pero alquilar un piso modesto cuesta doce mil». Así es la vida en un lugar que apuesta por el lujo. Millonarios del mundo eligen un enclave hermoso y lo hacen suyo. Lo único que desean alrededor es privacidad, servicios premium y un ejército de empleados que cubran sus necesidades. Chóferes, suministradores, cocineras, limpiadoras, jardineros, seguridad, enlaces… en general bien pagados, por lo que alrededor de estos prolifera a su vez un microcosmos no lujoso, pero sí caro, porque los intermediarios son siempre los que se llevan el gato al agua. En el caso de Mónaco, esos empleados se ven obligados a vivir lejos de la ciudad, en territorio francés, y deberán recorrer cada día más kilómetros cuanto más barato quieran el piso de alquiler.
En Mallorca o Ibiza una posibilidad como esa es, sencillamente, imposible, porque más allá de unas decenas de kilómetros nos rodea el mar. Ese es el futuro que dibujan y anhelan quienes viven de las migajas de los archimillonarios. Una isla invivible que reproduce con exactitud el viejo modelo amo/esclavo.