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El primer trabajo de los gobernantes es repartir el dinero recaudado por los impuestos en partidas que garanticen que los servicios públicos funcionen. El segundo es buscar nuevas formas de ampliar ese dineral que captan de nuestros bolsillos día tras día. De ahí que, a veces, según quién gobierne, la salida fácil y rápida para conseguir más pasta es vender a su madre. Es decir, el territorio. Ese que también es de todos, pero nos roban a punta de pistola cada vez que un promotor inmobiliario sueña con una gran urbanización –o un chalet modesto– con vistas al mar. Para quien se sienta en una poltrona, y ya tiene aseguradas sus propias vistas al mar porque vive entre la elite, seguramente destruir un trocito más de la Isla no sea tan relevante.

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Incluso tal vez piense que les hace un favorazo a las personas que después habitarán esas viviendas de lujo o pasarán en ellas dos semanas al año para desestresarse de su vida millonaria en alguna fría ciudad europea. Para el resto, ciudadanos igualmente estresados pero a pie de calle, preocupados por llegar a fin de mes y desesperados porque los servicios públicos, muchas veces, no funcionan bien, violar la tierra y entregársela a quien no la ama es un crimen. Por eso que entre todos paguemos 96 millones al señor que iba a destruir Muleta no es tan caro: cien euros escasos por cabeza. Quien debería pagar ese dinero, obvio, es el que decidió que allí se podía urbanizar, que esa tierra no era sagrada ni importante, sino materia prima para la rapiña. Pero eso es complicado, porque el tercer trabajo de los gobernantes es echarse mierda unos a otros con la única motivación de seguir gobernando unos y de alcanzar la poltrona los otros. Lo vemos a diario.