Dicen las estadísticas que el 45 por ciento de los españoles se han sometido a alguna intervención de medicina estética. No sé si creerlo, porque cuando caminas por la calle y te distraes observando la variedad de rostros que se cruzan apenas encuentras uno entre cien que destaque por algo. La gran mayoría, hay que decirlo, somos normales y corrientes, una minoría es fea de narices y otra minoría, aún más reducida, brilla con una belleza deslumbrante. Por eso se aprecia tanto, porque como todo lo valioso, es escaso.
Quizá es que en las estadísticas incluyen asuntos mundanos como eliminar una verruga en el cuello, quitar las varices o hacerse una depilación láser. De otro modo, no comprendo cómo la mitad de la población -supongo que podemos eliminar a los niños y a los muy ancianos- tendría tiempo, ganas y dinero para someterse a tratamientos que solo consiguen que sigas siendo normal y corriente. Cosas de las redes sociales, que han logrado que hasta las niñas de diez años quieran pasar por el suplicio de ponerse cremas, pintarse las uñas, intentar que sus pestañas parezcan más densas y largas y sus labios más jugosos.
¡Por dios! En una sociedad que aspira a ser igualitaria y justa, nada de eso debería existir. Cada uno es como es y lo que hay que combatir con todas las fuerzas es la ridícula idea de que todos debemos ser guapos, altos, delgados e invertir casi toda nuestra energía, tiempo y dinero en agotadoras sesiones de gimnasio y tratamientos dolorosos -y muchos afeantes a más no poder- para intentar alcanzar unos estereotipos que lo único que logran es uniformizarnos. ¿Alguien ha visto algún reality yanqui? Cuesta distinguir a unas mujeres de otras, todas son iguales, como máscaras.