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El 16 de noviembre de 2016 «Es Diari» me publicó un artículo centrado en las Denominaciones de Origen en el que explicaba lo desastroso que era para las estatales y baleares el tratado comercial entre la UE y Canadá (CETA).

Estamos asistiendo en estos días a unas protestas masivas del medio rural en toda Europa. Existen motivos para ello, algo que quiere aprovechar la extrema derecha -pero también la derecha-, deseosa de monopolizar el descontento actual, señalando incluso como enemigos del campo al ecologismo.

Entre los motivos se encuentran los llamados Tratados de Libre Comercio, que tienen poco que ver con la libertad y sí en cambio con el apoyo institucional a las grandes empresas multinacionales de la agroindustria, a las grandes cadenas de distribución y a los fondos de inversión.

Una de las críticas del mundo rural es el desequilibrio entre la normativa europea más exigente en materia ambiental y la extracomunitaria. Se da la paradoja de que desde la UE se llegan a vender productos químicos-prohibidos en territorio comunitario- a terceros países que se aplican en alimentos allí cultivados que se exportarán luego aquí. Un dumping laboral y sanitario en toda regla por lo que algunos reivindican que al menos en estos tratados se incluyan las llamadas «cláusulas espejo» con el fin de aplicar la misma reglamentación a los productos con origen y destino Europa.

Existe un profundo debate en Europa sobre el tratado UE-Mercosur que muchas organizaciones agrarias y organizaciones sociales rechazan. Lo hacen porque tal como está fundamentado existirá una competencia desleal entre ambas partes que perjudica el rural europeo. Pero no hay que culpar al campesino argentino, uruguayo, paraguayo o brasileño, sometido al dictado desde hace décadas de multinacionales de los monocultivos de la soja y el maíz transgénicos y de la ganadería industrial. No es un enfrentamiento entre    agricultores del Norte y del Sur, es entre pequeños productores y la poderosa agroindustria que está detrás de los ataques en Europa a la Agenda 2030 o de la no aprobación del Reglamento sobre productos fitosanitarios (SUR) -que imponía limitaciones al uso de pesticidas señalados por la ciencia como amenazas para la salud humana y la biodiversidad- que hace peligrar un negocio de 12.000 millones de euros anuales de venta de agroquímicos, desvelado por el consorcio periodístico Investigate Europe. Bayer, BASF, Corteva y Syngenta son los cuatro gigantes de los pesticidas que ejercen cabildeo en Bruselas según Corporate Europe Observatory (CEO), ONG que investiga las actividades de presión de los lobbies sobre los políticos. Los tres primeros tienen entre sus inversores mayoritarios 5 fondos estadounidenses, también presentes en otros sectores como vivienda, banca, sector financiero, industria automovilística y armamentística o comunicación: Blackrock, Vanguard, State Street, Capital Group y Fidelity, que a su vez tienen participaciones importantes entre las principales empresas alimentarias mundiales, como Unilever, Nestlé, Mondelez, Kellogg, Coca-Cola y PepsiCo.

La UE señala que no existe efecto negativo alguno en la aplicación de estos tratados y que favorecen las exportaciones europeas, pero sin considerar la situación de las pequeñas explotaciones familiares -la mayoría- asfixiadas por la economía global neoliberal enfocada en este sector al beneficio de la agroindustria y a los grandes propietarios como se puede ver con los repartos de la PAC, que les otorgan el 80% de los fondos. La UE ha utilizado a la agricultura como moneda de cambio en sus negociaciones sobre tratados comerciales con terceros países que vieron una buena oportunidad de colocar sus productos alimentarios a cambio de permitir la entrada de servicios y bienes tecnológicos o industriales.

Existen otros tratados comerciales en marcha o en proceso de ratificación como los de Méjico, Australia, India, Nueva Zelanda, Kenia o Chile, todos ellos apoyados por cierto por PSOE, PP y VOX en el Parlamento europeo, en los que figuran importaciones de productos agrícolas que podrían producirse aquí. Son los alimentos llamados kilométricos por la enorme distancia que recorren hasta llegar a nuestros platos y que favorecen el cambio climático.

No se trata de enfrentar a los países del norte con los del sur, ni de enfrentar al mundo rural con los ecologistas. Se trata de que el campesinado familiar y social pueda vivir de su trabajo y para ello se requieren precios justos y estables, limitar los márgenes de la gran distribución, reformar socialmente la PAC, redistribuir los fondos en favor de la agricultura social y profesional, mejorar y agilizar la Ley de Calidad Alimentaria, crear un banco público de tierras para el acceso de los jóvenes, impulsar una ley de agricultura social y familiar que permita transitar hacia una agricultura agroecológica y suspender los tratados de libre comercio, especialmente los que no cumplan los Acuerdos de París, el Convenio sobre la Diversidad Biológica y los Convenios fundamentales de la OIT.