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Desde hace ya unos años estamos asistiendo al auge y esplendor de una nueva profesión. Son cada vez más los que se dedican a ella, y además cuentan con el aplauso del público en general. Podría parecer que me estoy refiriendo a esos influenciadores que nos acosan desde todos los rincones, pero no. Hablo del chistoso profesional. El chistoso profesional -individuo al que Dios ha dotado de una gracia que no se puede aguantar- se ha metido de lleno en todos los medios de comunicación y campa a sus anchas circulando de cadena en cadena -o de página en página- para soltar sus graciosas ocurrencias, que de inmediato son contestadas con un estallido de risotadas y vítores que, a veces, no te dejan escuchar la gracia con la que el chistoso ha continuado su discurso.

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Sé estas cosas porque las he podido comprobar a fuerza practicar el arte de zapear cómodamente desde mi sofá. Y no porque yo sea una seguidora empedernida de estos personajes, sino más bien por el hecho contrario: en cuanto sale uno, yo cambio de canal y, sin darme cuenta, como por arte de magia, ya ha aparecido otro en la pantalla. Es un sinvivir, esto de ir escapando del chistoso profesional. Que yo reconozco en seguida porque no hace la más mínima gracia, pero él, muy pagado de sí mismo, se troncha sin ninguna clase de vergüenza. He llegado a pensar que en estos programas los contertulios se montan una especie de fiesta privada -aunque nosotros podamos asistir como invitados silenciosos y masocas- en la que uno tras otro van estallando en insoportables carcajadas. Ni idea de lo que significa lo que dicen y hacen. Ni ganas, pienso yo. En fin. Tal vez todo esto tan desagradable se deba a que me hace falta un reciclaje en chistes y gracias contemporáneos. Pero, en serio, yo paso.