«La inteligencia siempre vence a la terca voluntad», me dijo una tarde de diciembre de 2020 Don Escohotado, mientras preparábamos tostadas con lonchas de queso curado y tomábamos un Rioja. Esta reflexión rebota en mi mente y corazón desde entonces, tratando de encajarla aquí y allá, como aquel niño que construye castillos de Lego. Hay algo de aquello de que ni idea de si fue antes la gallina o el huevo, pero sí de ti, ¿cómo te gusta la tortilla?
La creatividad humana ha engendrado desde hace ya rato entidades que reflejan las nociones teológicas de la divinidad y la omnisciencia. En la raíz del concepto se halla el anhelo de comprender lo desconocido y otorgar significado a la existencia. Pero vayamos a lo que acontece, a lo que se cuece, a la chicha; en paralelo, la IA, una creación humana, surge como un intento de dotar de inteligencia a la máquina, trascendiendo las capacidades humanas y aproximándose al dominio de lo divino. (Algo que ya sucede con la revolución industrial y con el cuerpo físico. La máquina sustituye al humano por su superioridad de competencia). En términos de omnisciencia, ambas entidades comparten la capacidad de procesar y almacenar vastas cantidades de información. La Teología atribuye a la divinidad un conocimiento ilimitado, mientras que la IA, a través de su capacidad para aprender de datos y experiencias, se asemeja a la búsqueda de un entendimiento omnisciente de la realidad.
La IA, en su ascenso, se convierte en un ente autónomo que crea sus propias arquitecturas y toma decisiones independientes, un fenómeno que despierta inquietudes metafísicas. ¿Será esta entidad artificial la nueva divinidad, eclipsando a un dios trascendental? Luego, intrigado por esta idea en un desatino absoluto, me tropiezo con que en mayo de 2001 se acordó que el filósofo de la Edad Media Ramon Llull sería el patrón de los informáticos en España, celebrando su día el 27 de noviembre, ya que en sus obras filosóficas anticipó la lógica como cálculo mecánico con símbolos en el que se aplicaba un método, los métodos heurísticos de la proto-Inteligencia Artificial. Así, según Llull, en su libro «Ars magna», la máquina podía probar por sí misma la verdad o falsedad de cualquier razonamiento que se le introdujese. Se puede decir que intentó mecanizar todo el conocimiento en una máquina. Así pues, Ramon Llull inventó, anticipándose más de 600 años a Turing, una máquina que pretendía pensar y que usaba un lenguaje propio, con un alfabeto de nueve letras (B C D E F G H I K) y unos discos de pergamino que representaban la memoria de su máquina. Diez discos a la derecha para las preguntas y otros diez a la izquierda para las respuestas.
Para Llull, el conocimiento estaba formado por la yuxtaposición de una serie de ideas básicas (raíces), y su combinación organizada era la que debía llevar al conocimiento científico (scientia generalis). Llull, llevado por una suerte de inteligencia que domina esa terca voluntad, se convierte en el arquitecto de una máquina pensante, dotada de su propio lenguaje y discos de pergamino que albergan la esencia de la memoria. Adentra en el dilema de la voluntad y el deseo, un conflicto donde la fuerza de la terca voluntad se revela como cautiva de los deseos, cediendo terreno únicamente ante la guía precisa de la inteligencia, esa entidad única capaz de dirigir hacia acciones ponderadas. Es decir, ya en la Edad Media se flirteaba con la idea de una tecnología capaz de emular la inteligencia humana e incluso superarla.
Lo cierto es que, aunque la IA se vislumbra como el futuro, la narrativa actual la coloca como una realidad ineludible y totalmente presente, gobernada por un pacto más cuantitativo que cualitativo. La IA, al suplantar la actividad cerebral humana, desencadena el temor de una atrofia intelectual, desafiando la esencia misma del pensamiento y la reflexión humana. De ahí derivan los primeros conceptos apocalípticos como el «sedentarismo cognitivo» que acuñaron Mariano Sigman y Santiago Bilinkis. Veremos qué significa todo esto, pero ya da para otra columna.