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Hace unos días el diario «El País» publicaba un reportaje titulado «Las vidas destrozadas por la ofensiva israelí en Gaza», evitando deliberada y torticeramente la palabra guerra. Porque lo que Israel hace en Gaza es una guerra. El periodismo sirve para informar y para destapar vergüenzas y logros, pero también para manipular a la opinión pública. Se hace al menos desde el imperio romano, así que no es nada nuevo y solo se ha perfeccionado con el paso de los siglos y los avances tecnológicos.

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Cuando la inteligencia artificial se despliegue en todo su poderío será ya antológica la confusión general y la mentira pesará inmensamente más que cualquier verdad. No tengo nada que objetar al reportaje, pero con idéntica hondura y tristeza podríamos publicar «Las vidas destrozadas por el ataque terrorista de Hamás en Israel», «Las vidas destrozadas por la ofensiva rusa en Ucrania» y otro más titulado «Las vidas destrozadas por las bombas ucranianas sobre los rusos» y así hasta el infinito.

Los testimonios personales siempre tienen un gran impacto y no es raro que se nos salten las lágrimas al imaginar el infierno por el que están pasando. Pero víctimas civiles e inocentes hay en todos los bandos y eso es lo terrible de la guerra. Por eso hay que evitarlas a toda costa. Sin embargo, el mundo va por otro lado y el belicismo se multiplica. Es un grandísimo negocio y muy fácil provocar conflictos entre unos y otros, se ha hecho siempre. Todos los vecinos territoriales tendrían, seguramente, motivos para enzarzarse en una pelea fronteriza, pero el mundo desarrollado ha creado mecanismos para entenderse a través de la diplomacia, el diálogo y la negociación. El que ataca primero tiene, creo, la responsabilidad.