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Por una vez coincido con el líder del empresariado español, disgustado por el chantaje con el que Junts somete –o pretende someter– al Gobierno. Las empresas catalanas que en su momento huyeron de allí para instalarse en otra parte tendrían sus razones. Con gente como los de Junts gobernando, a mí no me extraña nada, porque el día que dieron la lección sobre seguridad jurídica faltaron a clase. Son políticos de pacotilla, advenedizos, iluminados, con cuatro ideas delirantes que creen que tienen derecho a imponer a una inmensa mayoría de ciudadanos que ve el mundo de otra manera. En la cantidad de votos que obtienen (menos de 400.000) está la prueba. No son nadie, pero ese espíritu mesiánico que les imbuye les da carta blanca para saltarse a la torera todo el sentido común, todo el seny, para jugar a la imposición, a sabiendas de que juegan con fuego. Lo triste es que Pedro Sánchez tiene tal necesidad de seguir en el poder que tragará lo que haga falta.

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Multar a las empresas que se fueron si no regresan a Catalunya es una idea tan ridícula que cualquier persona seria lanzará una carcajada, porque parece la ocurrencia de un nene de guardería cuando ve a otro con un caramelo. ¿Esto es serio? ¿Esto es hacer política? Pero ¿quién vota a esta gente? ¿De verdad pretenden arreglar así la delicada situación económica catalana? En un país democrático y desarrollado el empresario es muy libre de montar su industria donde le dé la gana, siempre que cumpla las leyes. Otra cosa es que lo haya hecho con fondos públicos de una determinada comunidad autónoma. Ahí se podría debatir. No una multa para que regrese (eso es extorsión), sino la obligación de devolver esas ayudas una vez que abandona el territorio.