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Siempre he defendido que todos los problemas de España derivan de lo económico y siempre se me han echado al cuello. Sigo en mis trece.

Todo este lío de los catalanes no se habría producido si no fuera por el secular maltrato a las comunidades que aportan. Me atrevo a insinuar que ni siquiera habría partidos independentistas si esas comunidades pudieran vivir la vida loca sin cargar sobre sus espaldas la corte de rémoras a las que sostienen. Que es muy egoísta, lo sé, pero cuando uno no alberga el menor sentimiento nacional, sencillamente, no cree que tenga que ocuparse de los que van a la cola. Y en España, por desgracia, son demasiados.

Quiero suponer que los gobernantes de todas esas regiones han hecho esfuerzos ímprobos por desarrollarse y mejorar, sin resultados. Porque me resisto a pensar que, como ya les va bien así, se han tumbado a la bartola a ver la vida pasar mientras ponen el cazo y cobran. Que tampoco lo descartaría. Por poner un ejemplo, este año han visitado Balears doce millones de turistas. El mismo número de los que han elegido Andalucía, teniendo ellos ocho provincias llenas de tesoros paisajísticos, culturales, patrimoniales, históricos, gastronómicos y todo lo que se pueda pedir. Contando ellos con ocho veces más población y 17 veces más territorio. ¿Qué falla? Lo mismo puede decirse de la industria, la agricultura… su potencial es inmenso, como un país entero. Es tres veces más grande y diverso que Bélgica y tiene la tercera parte de su PIB per cápita. Gente trabajadora que emigra para buscar oportunidades en otros lugares.

Quizá medio siglo después de organizar ese despiadado sistema autonómico que a todas luces no funciona, haya llegado el momento de cambiarlo.