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Todo lo que empieza finaliza. Esto la sabemos por Tito Lucrecio, poeta epicúreo y enamorado al que volvió loco un filtro de amor, y en ratos de lucidez escribió «De rerum natura» (De la naturaleza de las cosas), epopeya científica y atea en verso (dedicada a la diosa Venus) que dio a conocer los secretos de la materia y los átomos casi cien años antes de Cristo, y finalizó su vida cuando quiso, arrojándose sobre su espada. Cicerón compuso y editó este libro extraordinario, precisamente el que releía el escéptico filósofo David Hume cuando en 1776 estaba muriéndose de un tumor intestinal. Porque efectivamente, todo lo que empieza finaliza, y conviene saberlo y no tomarlo a la tremenda. Geoff Dyer, famoso escritor y periodista inglés aficionado a casi todo, se enteró a cierta edad de que las cosas terminan, y publicó un libro sobre esos finales.

Con una argucia periodística a fin de vender más ejemplares, lo tituló «Los últimos días de Roger Federer», que apenas sale, y reservó para el subtítulo «y otros finales», que es donde está el meollo del asunto. Las cosas que se acaban, o se van acabando. ¿Por qué? Esa es la cuestión, y al ser una cuestión melancólica, Dyer no la toca mucho. Más bien escribe un diario personal de cuando intentaba escribir «Los últimos días de Roger Federer». No habla del fin de los inviernos, ni del de la política sustituida por ficciones, ni del final de la literatura precisamente por ese exceso de ficciones de la realidad (ya no harán falta más cuentos), ni siquiera del final del rock, una de sus pasiones, música que terminará cuando la elaboren y canten robots contorsionistas y transgresores, mucho más escénicos. También adora el cine, por lo que no contempla que finalice nunca, de una vez por todas, cosa que para mí ya ocurrió hace años. No por las plataformas televisivas, sino por los teléfonos móviles en las películas, que acaban con todas las tramas clásicas (aventuras, misterio, thriller, comedia). Con móviles y sin cigarrillos, no hay intriga, ni emoción, ni nada. Y llegamos así al final más triste de todas las cosas, que ni Lucrecio mencionó. El que pasa desapercibido. Nadie se entera de que eso ya se acabó. Puesto que todo finaliza.