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Los comerciantes de toda la vida tienen varios problemas en el horizonte de su supervivencia: los desbocados precios de los alquileres, el cambio de hábitos de los consumidores y la falta de relevo generacional. Por eso vamos viendo casi a diario cómo echan la persiana tiendas de siempre que ofrecían productos que ya nadie quiere o que no pueden competir al nivel que exige la avaricia de los propietarios de locales. Probablemente sea algo que ha ocurrido de forma sistemática y no tenga la menor importancia, pero sí que genera cierta tristeza y desazón comprobar que pasees por la ciudad del mundo que elijas encontrarás las mismas marcas, con los mismos productos, al mismo precio, de forma que nos imponen una suerte de uniformización que afecta a los ciudadanos y también a las urbes que habitan. Las archiconocidas firmas textiles colonizan las calles más importantes de Palma, de Málaga, de Casablanca, hasta de Singapur.

Una desgracia que nos aboca a la total falta de singularidad, de personalidad, de autenticidad. Cuando uno viaja suele ir en busca de la diferencia, de lo que te pueda asombrar, del sabor local, del carácter de otras culturas... pero esos zocos, esos barrios tradicionales, van desapareciendo al mismo ritmo que lo hacen los de nuestra propia localidad. Los artesanos se jubilan y pocos jóvenes quieren heredar esa sabiduría porque, a la postre, son también pocos los jóvenes que quieren comprar esa artesanía, esos artefactos únicos y diferenciales que antaño llenaban nuestro hogar y que hoy resultan casi un trasto. Las nuevas generaciones adoran la uniformidad, aunque crean lo contrario. Las casas son clónicas, sus ropas también, incluso la plaga de los tatuajes forma parte del uniforme universal.