La ilógica del TIB
Invierno pasado. Un chaval de 14 años acaba el entreno de fútbol a su hora habitual. Es de noche ya, hace frío y se va directo a la parada de bus. Se da prisa siempre porque sabe que si no llega a tiempo no habrá otro hasta hora y media después, y ése será el último del día. Su casa está en el núcleo urbano, a unos seis o siete kilómetros. Su padre trabaja para ganarse la vida y no le puede recoger. A las 23.00 horas escribe preocupado al chat del equipo de fútbol donde entrenadores y familias comparten información. Nadie sabe nada. El móvil del niño está desconectado. Otra madre y yo nos ofrecemos a ir a buscarlo. Veinte minutos después nos comunica, para el alivio de todos, que acaba de llegar a casa. Ha hecho andando un trayecto peligroso de hora y media por la carretera de Sóller. Le podía haber pasado algo. El chófer no le dejó subir porque no llevaba mascarilla. Las restricciones se habían levantado en todos los ámbitos, excepto en transporte público e instalaciones sanitarias. Daba igual que fuera un menor, de noche, y que el autobús estuviera prácticamente vacío. No pensó en decirle que se tapara la boca con una camiseta y se pusiera al final discretamente por si alguien subía. Lo dice el reglamento. Mandan las normas frente a la sensatez.
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