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Ahora que ya soy muy mayor me acuerdo a menudo de la niña que fui y siento tanta envidia de ella que me dan ganas de llorar. La verdad es que de pequeña yo era bastante más alegre que ahora. Casi todo lo que me rodeaba me gustaba. Me gustaban mi colegio y mis amigas. Me gustaban las vacaciones. Era feliz con mi familia. Cualquier minucia se convertía en una fiesta: aprender una canción, hacer una pequeña excursión por el pueblo, nadar hasta no poder más en la piscina, inventar comedias que luego representábamos en la terraza de casa, dibujar, leer libros de Enid Blyton, mirar los programas infantiles de la televisión, comerme un polo a media tarde con mi amiga del alma, hacer el trabajo de Navidad en las clases de plástica. Todo era fantástico. Aun así, también hubo cosas que me costaron muchísimo o que jamás conseguí aprender. Por ejemplo, siempre quise saber hacer el pino puente, la paloma y el remontado, algo que muchas niñas hacían con pasmosa facilidad. Cómo admiraba a las niñas del cole que hacían bien la gimnasia. Las envidiaba. Siempre fui un desastre para cualquier deporte. Con los años, la verdad es que la gimnasia -como los demás deportes- ya no me interesa en absoluto y me molestan incluso las personas machaconas que insisten en que hay que hacer ejercicio. Como decía Saramago, ¿acaso los que leemos les decimos a los deportistas que tienen que leer? Pero no quiero desviarme de la cuestión…

Otra cosa para la cual siempre fui una nulidad fueron las labores. Mi tapete de costura de clase, en el que había diferentes tipos de puntadas, un dobladillo, pespuntes, botones y corchetes, era un auténtico dolor. La costura exigía una paciencia y una delicadeza de las que yo carecía y sigo careciendo. Aunque, en realidad, no me importaba tanto como no saber hacer ni el pino. También me hubiera gustado saber tocar el piano tanto como para poder ser concertista. Ser una buena música es algo que me hubiera encantado. Pero, en fin, llegó un día en que me puse a escribir con tanto afán que todo lo demás se me olvidó. Aunque no cambiaría mi oficio por nada, es verdad que a menudo me acuerdo de aquella niña alegre y con ganas de aprender. Era mucho mejor que yo. No sé adónde se fue.