TW

La resurrección es la prueba definitiva de la divinidad de Cristo y de toda su acción redentora, desde su encarnación, nacimiento, vida, predicación, pasión y muerte en la cruz. San    Pablo nos dice que si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra fe. Es la prueba que se ha dado para todos y para todos los tiempos. A los que pedían una prueba de su divinidad el mismo Cristo les contestó que no les sería dada otra que la de Jonás, que estuvo tres días en el seno de la ballena. Es decir, la resurrección de Jesús al tercer día después de morir y ser sepultado.

Noticias relacionadas

Cuando Cristo fue tentado en el desierto el demonio le propuso que hiciera una obra maravillosa para la demostración de su divinidad: arrojarse desde el pináculo del templo y ser amparado por los ángeles. Cristo se negó, pues no quiso convencer a nadie mediante demostraciones extraordinarias fuera del alcance de las fuerzas humanas, que dejaran atemorizada y aniquilada la inteligencia y voluntad de sus oyentes, sin más remedio que rendirse ante una evidencia irresistible. No cabe duda que los escribas y fariseos le proporcionaron para ello repetidas ocasiones. Tal vez la principal fue ante el Sanedrín y el Sumo Pontífice cuando éste le preguntó con toda solemnidad si era el Mesías esperado. Cristo, además de contestar afirmativamente, hubiera podido transfigurarse como hizo en la intimidad ante tres discípulos en el monte Tabor. La bondad de su doctrina debía de ser el argumento supremo. Para más abundancia estaban los milagros, todos obras de misericordia. El sumo pontífice se rasgó las vestiduras. El corazón de sus detractores se encontraba tan duramente cerrado por el odio que atribuyeron los milagros a Belcebú. No querían creer porque no estaban dispuestos a convertirse y rectificar sus vidas. Se aferraban a una tradición que ellos mismos habían manipulado. La reciente resurrección de Lázaro los ponía en evidencia y, al ver que muchos creían en Él, determinaron darle muerte. Así también habían procedido con los profetas.

La piedra sellada del sepulcro y la guardia de los soldados constituye una prueba de la resurrección. Pero la fe en Cristo ha de apoyarse en el testimonio de quienes le vieron. Una vez resucitado Cristo se apareció a las mujeres, a Pedro y a sus discípulos. San Pablo dice que unos quinientos también pudieron verle. El Evangelio de hoy nos presenta el caso de un discípulo, Tomás, que, ausente de la primera aparición de Jesús, se resistía a creer a sus compañeros si no tocaba con sus manos la huella de sus llagas. Otra vez, reunidos todos, Jesús    de nuevo se presentó en medio y dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. Respondió Tomás y le dijo: Señor mío y Dios mío» (Jn 20,27-28). Vio y creyó. Jesús le contestó: «Porque me has visto has creído; bienaventurados aquellos que sin haber visto creyeron» (Jn 20, 29). Aquí Jesús nos habla también hoy a todos para que tengamos una fe fuerte y obremos en consecuencia. Porque no cree verdaderamente sino quien, en su obrar, pone en práctica lo que cree. Cristo vive y está entre nosotros. Su mensaje de amor y de servicio está más vigente ahora que nunca. A nosotros nos sobran los testimonios. Impulsados por su gracia, llenos de alegría, creemos sin necesidad de ver.