Francesc de Borja Moll tenía ya muchos años cuando le conocí. Le dediqué una narración publicada años más tarde: «L'home vell que mai no defallia». Porque tenía a ambos lados de la cabeza una cabellera blanca, esponjosa, que quedaba dividida por la calvicie incipiente y parecía un par de alas. Sé que existen los cefalópodos, animales con pies en la cabeza, como los calamares, por ejemplo, pero a mí me pareció que Moll tenía alas en la cabeza. Y se dedicaba a sembrar el mundo de estatuas de plata en nombre de la libertad. Era una visión surrealista, desde luego, de una realidad patente: Moll había dedicado su vida a un ideal, culminar la obra del diccionario empezado por Mossén Antoni Maria Alcover. La primera vez que le vi me llevó andando por calles tortuosas de Palma -Ciutat de Mallorca- y mucha gente le saludaba. Él correspondía a los saludos levantando una mano, la que no llevaba la cartera, y respondiendo con voz engolada y jubilosa. Pensé que era un hombre optimista. La gente le conocía por el vell Moll, que curiosamente también podría traducirse por «el muelle viejo» y era un maestro de las palabras. Había escrito gramáticas en muchas lenguas del mundo y había recorrido todos los pueblos de Cataluña, Valencia y Balears llenando fichas con las peculiaridades de la lengua hablada en cada localidad. Me llevó a la casa de la calle Torre del Amor donde se ubicaba la Editorial Moll y me enseñó las calaixeres, varias ristras de cajones que iban desde el suelo hasta el techo y contenían las fichas del diccionario, protegidos por unas puertas a modo de postigos. Más adelante compré el diccionario en diez volúmenes que hoy en día se puede consultar fácilmente en internet. Hoy en día la informática ha avanzado tanto que todas las calaixeres cabrían en un pen drive.
Les coses senzilles
‘Laboris causa'
13/02/23 4:00
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