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Recuerdo que las amigas de mi hija Arantxa en Ciutadella le decían ¿vamos a hacer un café? Yo creía que en lo ortodoxo debía de decirse ¿vamos a tomar un café? Aunque eso de ir a hacer un café, aparte de gustarme, me retrotrae a bastantes años atrás, que estas son las horas que aun no sé cómo la vida pasa tan aprisa.

Pero a propósito del café, a mí me parece curioso su descubrimiento. Cuentan quienes lo saben que un pastor de cabras andaba careando o apacentando su rebaño, como ustedes prefieran. Quienes sepan de este ancestral oficio no me dejarán mentir, es más fácil llevar 500 ovejas que 10 cabras porque a la cabra si le da por tirar al monte no hay quien la pare quieta y es ver algunos árboles y ya tienes a las cabras subiendo a ellos. Les encanta también subirse a los riscos incluso al primer carro que vean. El pastor de aquel rebaño de cabras observó que estas se subían a unos arbolillos, tampoco por eso muy grandes, que hoy les dicen cafetos y que se comían unas drupas de color rojizo, algunas ya eran negras. Al rato las cabras triscaban y saltaban de una forma no habitual. Al pastor el comportamiento de su ganado no le pasó desapercibido. En su casa le dio vueltas al asunto y llegó a una conclusión sencilla aunque extraña: sus cabras estaban sumamente alegres. Los pastores por lo general suelen ser excelentes observadores del mundo natural donde transcurre toda su vida laboral, por eso no es de extrañar que cogiera unas cuantas drupas y como es frecuente entre pastores, decidió poner un cazo con agua a la lumbre. Lo hacen con hierbas para curar heridas o para tomarlas a modo de té. Por eso cogen hojas perfumadas como la menta o la lavanda y preparan algunos brebajes. El pastor quería probar aquellas bayas y no se le ocurrió mejor manera que hacerse un brebaje; quizá así descubriría por qué sus cabras se ponían tan alegres siempre que careaban por la misma zona. El «enjuague» que preparó le supo más mal que bien pero al rato le llegó por conducto retronasal una placentera sensación.

Fuera de esta manera o de otra, de lo que no cabe duda es que la historia del café es muy antigua y por cierto, con unos principios dramáticos. Desde su aplicación como bebida fue perseguido lo que hoy llamamos café por las autoridades musulmanas. No hay noticias de quién o quiénes fueron  los primeros en tostar el café y en molerlo aunque en algunas zonas siguen echando los granos enteros.

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En 1511 su consumo fue severamente perseguido. Eso de hacer un café o tomar un café traía consecuencias muy graves, hoy pensamos que estúpidamente exageradas. Las autoridades musulmanas se sabe que perseguían severamente su consumo incluso si encontraban algún desgraciado que tuviera café en su casa como pasa hoy con el hachís, salvadas sean todas las distancias.

Para darnos cuenta de lo que puede pasar cuando la ignorancia toma el poder, déjenme decirles que en el año 1570, por motivos probablemente políticos y sin duda fanático-religiosos, se prohíbe su consumo bajo pena de muerte hasta llegar a los tiempos de Amurat III, que mucho más prudente concedió permiso para que el café se consumiera dentro de casa, aunque como no las tenía todas consigo añadió que su consumo tenía que ser con la puerta y las ventanas cerradas.

El papa Clemente VII fue quien autorizó el poder tomar café. Se dice pronto que tuviera que ser todo un pontífice quien nos autorizara para hacer un café o tomar un café. A mí que me alegra al levantarme sentir que María ya está en la cocina preparando una cafetera de un café recién molido. ¡Qué olor! Huele a hogar, a cocina para disfrutarla… pero volviendo por la trocha que traía déjenme decirles que en la ciudad de Oxford se abrió el primer café y eso tuvo que ser en el año 1652. Los venecianos fueron los que introdujeron el café en Europa. En el año 1789 Londres tenía 2.000 cafés abiertos.

No me digan ustedes que las cabras no la armaron buena; la prohibición, la cárcel, la tortura y la pena de muerte y la intervención oportunísima de un papa, solo sea por eso merece que le estemos a este papa profundamente agradecidos.