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El psicólogo australiano Nick Haslam observó que muchas palabras del ámbito de la psicología cambian de significado con el tiempo y se hacen cada vez más difusas. Pasa con los traumas, el bulling, la depresión, el síndrome postvacacional o el trastorno de hiperactividad que se diagnostican con tanta facilidad que, al final, cosas que antes se consideraban normales como estar apesadumbrado por tener que volver al trabajo ahora se encuadran como situaciones patológicas.  Y así, de un grano se hace una montaña.

Algo similar pasa con los supuestos delitos de odio y con las acusaciones de odio ajeno. A veces vemos como una simple crítica es tildada de odio o incluso de auto-odio.

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Se habla tanto de la cosa que se devalúa lo que realmente supone este concepto. El diccionario lo define como: «Antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea». Conviene contemplar otros matices menos odiosos como rencor, aversión, aborrecimiento, animadversión, abominación, antipatía, tirria, ojeriza, desprecio, fobia, inquina, manía, disgusto, crítica o burla. Son palabras que no implican necesariamente desear el mal de otros. No olvidemos que la propia acusación de odio a alguien lleva implícita la carga de buscar un perjuicio al acusado. Y además, acusar a alguien de sentir odio puede resultar algo parecido a la denuncia de herejía que manejaba a destajo el Tribunal del Santo Oficio.

Afortunadamente, creo que en nuestra sociedad no hay tanto odio como el que nos refieren casi a diario los medios de comunicación. Y eso es un alivio.