Mañana celebramos la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora. En efecto, el Papa Pio XII, recogiendo una antigua tradición, el 1 de noviembre de 1950, definía como dogma de fe que «la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial».
El de la Virgen María es un caso único. Al ser elegida por Dios para ser madre de Jesucristo, del Dios hecho hombre, la preparó de tal manera que ninguna otra mujer fue adornada con tanta dignidad y así fue concebida sin pecado original, como el primer fruto de la redención. De sus padres recibió la educación propia de las niñas de las familias creyentes de su tiempo.
Al llegar a la edad adulta se desposó con un varón justo, José, de la estirpe de David. Pero antes de que convivieran tuvo lugar el acontecimiento de la encarnación tal como nos lo describe san Lucas. A la inesperada anunciación del ángel, después de preguntar, responde María con el «fiat»: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra (Lc 1, 38)». Y la que esperaba ser la sirvienta del Mesías fue constituida madre de Dios. Sabedora de la gravidez de su prima Isabel, ya en su sexto mes, corre a ayudarla. La escena del encuentro de las dos mujeres es conmovedora. Las dos cumplen una misión divina: una la de ser la madre del Salvador y la otra de su heraldo. Inspiradas por el Espíritu, las dos se dicen expresiones divinas, demostrando ser conocedoras de la misión trascendente que tienen encomendada. Con el Magnificat la Virgen ya nos da a conocer el significado de la Redención.
A Jesús, a pesar de nacer pobre en un establo en Belén y ser recostado en un pesebre, no le faltó el calor del cuidado y el cariño de sus padres y la adoración de los humildes pastores. Después de la visita de los magos de Oriente, la sagrada familia huye a Egipto tras las amenazas de Herodes y, a la vuelta, se establecen en Nazaret, donde José ejerce como artesano. «Durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe». Vivió con toda naturalidad, nunca hizo gala de ser la madre del Mesías ni reclamar un trato especial por ello. Sufrió al perder al niño en su peregrinación a Jerusalén. Cumplió en todo momento con los deberes de esposa y madre. Cuidó de su hijo y antes de que saliera a la vida pública le confeccionó una túnica inconsútil y orlada que le distinguía. Con otras mujeres amigas no dejó de seguirle y en una ocasión se oyó como Jesús decía, como respuesta a una mujer que clamaba dichosos el vientre y los pechos que le criaron: «Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra (Lc XI, 28)» que en realidad era un elogio de su Madre que identificada siempre con la voluntad de Dios, nos aconsejó en Caná: «Haced lo que Él os diga (Jn 2, 5)».
No estuvo presente en la hora de los grandes milagros o de la entrada triunfal en Jerusalén, pero sí lo estuvo en el calvario. Su dolor fue grande al comprobar la ingratitud del corazón humano. Pero comprendió el sacrificio de Jesús para salvarnos y se unió al mismo como corredentora. Al aceptar como hijo a Juan fue constituida madre de todos nosotros y perseveró en la oración con los discípulos, recibiendo con ellos al Espíritu Santo.
La Virgen, cumplida perfectamente la misión que se le había confiado, fue asunta en cuerpo y alma al cielo. No podía ser de otra manera. ¡Que alegría!