¿Cómo están queridos lectores? Espero que más centrados y con las cosas más claras que yo. Sé que voy un poco espeso y algo atribulado. El hecho de que me hayan operado un ojo de cataratas hace dos meses y medio y el otro no, hace que lo vea todo muy claro por la derecha, ojo operado, y no vea una mierda por la izquierda, ojo que guarda celoso todas sus dioptrías. Y sí, claro que lo pueden extrapolar a la ideología política. La derechona y la muy derechona siempre han tenido muy claro que si no ganan de una manera lo harán de otra, fusilamiento incluido, para que andar con gilipolleces democráticas, llevan el ADN del matón de barrio. En cambio la izquierda, ay la izquierda, siempre arrastrando ese complejo de dar los pasitos despacio para no asustar a la bestia, cuando la bestia deja claro que hasta un pasito pequeño, como robarles los palos de golf y la gomina, les irrita sobremanera.
Pues como les decía, estoy hecho un lío de tres pares de narices (que expresiones más viejunas me salen). A ver si me ayudan, imagino que esa matraca que dan con «salvar la Navidad» tiene un trasfondo económico idéntico al que movió aquello de «salvar el verano». Y por lo tanto les importa realmente muy poco que un anciano pase la Navidad solo, o con un allegado. Sin embargo, entiendo que la Navidad, guste o no, funciona como un altavoz de sentimientos. Si te lo pasas bien en Navidad es la hostia, pero si lo pasas mal esos días, la sensación de tristeza y depresión se multiplican por cien. Así que la ecuación se antoja, al menos para mí, irresoluble. Dudo más que pienso, y es algo que arrastro desde pequeño, cuando comprobé que los cowboys no eran los buenos, ni los indios los malos, que todo era mucho más complejo. En la vida no basta con esperar a que el Séptimo de Caballería llegue galopando, porque además cualquiera se fía de un grupo de hombres con sable y pistola que no dudan en disparar si no les gusta tu cara.
No sé si estos días se parecen más a la peli de Spilberg «Salvar al soldado Ryan», donde todo es una auténtica escabechina para intentar llevar sano y salvo a Ryan a casa. O por el contrario es más como «Pesadilla antes de Navidad», donde el universo de su productor, Tim Burton, nos muestra a un Jack Skellington, rey de Ciudad Hallowen, liándola bien parda por intentar montar la navidad a su manera. Ando más perdido que un torero en una asamblea del Pacma, que un nazi en una biblioteca, que Pablo Motos fuera de plano, que Hansel sin Gretel, que una viuda millonaria sin su caniche, o que un caixer sin su caballo. Por lo tanto mi opinión sobre el tema navideño es más inútil que un hospital sin sanitarios ni quirófanos. Si pueden ilustrarme, al final del artículo encontrarán el email de siempre.
Así que a estas alturas aún no sé si puedo fumarme seis cigarrillos en interior y diez exterior, si debo guardar más de dos metros de distancia con mi cuñado, pero me puedo ir con un allegado a una orgía rival hasta el toque de queda. Si el cierre perimetral es de mi isla, mi pueblo o mi salón. Si para viajar me pedirán PCR, antígenos, o el carnet del Atléti. Si la mascarilla tiene que ser de triple capa sin filtro, o de tela con dibujos chulos que alegren la vista a los demás. Si la vacuna tiene que ir en la nevera, o bastará con ponerle hielo como al gin tonic. Si me gustan más los mantecados o los mazapanes. En definitiva, voy sin brújula y sin GPS. Y desde mi más tremendo lío mental les deseo un feliz jueves.
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