Hace un par de días, inaugurando noviembre, fui a nadar a uno de esos sitios maravillosos que nadie (exceptuando vecinos) frecuenta; uno de esos parajes isleños que cuando sopla el viento adecuado se convierten en una piscina de aguas claras hasta lo inexplicable, ataviados exquisitamente sus fondos con pulidas rocas y mechones de algas de un verde luminoso meciéndose indolentemente mientras grupos de peces las rodean en busca de sustento.
Como quiera que durante mi chapoteo solitario no espesaban mi mente pensamientos anticipatorios de un futuro incierto ni sombríos reproches que suelen aparecer cuando se rumia el pasado, mi condición de persona dichosa no admitía lugar a dudas. (Si me estoy poniendo ñoño en exceso me lo dices, querido lector, no quisiera aburrirte).
Pues bien, estando en dicho estado de armonía con el cosmos, aparece por levante un llaüt no muy grande ronroneando con el eco tan peculiar que producen estas clásicas embarcaciones (sin ánimo de polemizar añadiré que ese sonido es la antítesis del que perpetran las motos de agua o los bidets flotantes que tanto disfrutan metiendo bulla en los fondeaderos más concurridos). Despacito se desliza la barca hasta la orilla donde amarra con delicadeza. Descienden al cabo de un rato, el suficiente para que me de tiempo a salir del agua y acomodarme en la silla que suelo llevar cuando, armado también con un libro y un pareo, emprendo mis periódicas visitas a estos edenes. Bajan a tierra pertrechos de pesca y un cubo que vislumbro lleno de pescado. Es una pareja más o menos de mi edad (esto es, viejunos ma non troppo). Se acomodan en el mismo llenegall que utilizarán luego para subir la barca a la bien encalada caseta que la protegerá de las mareas. Parecen disfrutar. Comienzan a limpiar las capturas mientras charlan. Parsimoniosamente limpian, parsimoniosamente charlan. ¡Qué bien me siento! ¡Qué bien se sienten! Nos saludamos con un ademán (no estamos cerca). Intuyo más que identifico un pulpo, dos o tres cap-roigs, varios pescados de roca más pequeños. Tijera y cuchillo, tripas y escamas van cayendo al agua donde otras criaturas darán cuenta de ellas.
Cuando me retiro observo que ellos también lo hacen; se dirigen con el pescado ya limpio a una soleada casa de vorera donde presumo que se harán un arroz, una sopa o una fritura con el material que llevan en el cubo. No es descabellado pensar que, siendo domingo, venga también alguno de sus hijos con los nietos a disfrutar del ágape.
Preguntémonos ahora por el coste que ha supuesto para el planeta y para la humanidad este despliegue de dicha: unos cuantos peces muertos, algo de gasolina para la barca y el coche de los invitados, el gas con el que cocinarán... poco más se me ocurre.
Ahora pensemos en el coste para la humanidad y para el planeta que supone la búsqueda de dicha de algún otro personaje con un perfil distinto. Mencionemos por ejemplo el caso de Donald Trump, que a la hora en que escribo este artículo anda como loco pescando votos por varios estados como si no hubiese un mañana (quizás cuando lean estas líneas ya sabremos si América ha decidido vomitar o si seguirá ingiriendo cicuta).
Creo no arriesgar si aventuro que para que Trump se sienta satisfecho, dichoso, millones de personas en todo el mundo han de ser molestadas, cuando no tratadas injustamente. El coste de su dicha para el planeta es también astronómico. Añadiría que es incluso posible que ni aún manoseando a media humanidad, consiga sentirse feliz.
Quien dice Trump dice Napoleón, Stalin, Alejandro Magno, Mao, Hitler, algún que otro Papa (digamos que en el lejano pasado, para no liarla) y tantos otros aplaudidos o denostados egos que a lo largo de la historia han jugado al gran monopoli de la geoestrategia, causando con ello gran dolor (nótese que me abstengo de mencionar producto ibérico para no perder más amigos, pero haberlos haylos, y a puñados).
Sin descartar que mis reflexiones contengan trazas de demagogia me declaro del lado del arroz caldoso. Nada tengo contra la ambición, pero el ambicioso debe ser además íntegro, si no, el coste de su dicha se dispara.