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Del orgullo no se vive, pero ayuda a sobrevivir y nutre la vocación. Lo hemos comprobado este fin de semana en la feria rural de Alaior, pocas veces se observa tanto entusiasmo en un gremio laboral ni tanta satisfacción al mostrar el resultado de su trabajo, que básicamente es producir alimentos sanos, casi nada, la esencia de todo lo que viene después.

Dicen los manuales de orientación laboral que la mejor motivación no es mejorar el salario, que se convierte en una espiral infinita, cada subida se amortiza en poco tiempo y suscita nueva reivindicación. La mejor motivación, explican, es considerar el trabajo una ocupación interesante, que tenga atractivo por sí misma, que sea vocacional.

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El campo de Menorca lo es, una nueva generación de payeses jóvenes se entrega a diario a una ocupación interesante en la que no hay bucólico romanticismo como piensan quienes se acercan un día a esa realidad. Es dedicación plena, sin horarios ni vacaciones, condicionado a la meteorología y subordinado a las condiciones de un mercado de precios regido por otros intereses y circunstancias.

Hay bajas a un ritmo de cinco predios por año, pero aguantan con entereza mejorando las condiciones y progresando en la tecnificación. Y en ningún otro sitio se vive la pasión contagiosa que transmiten las familias payesas, el orgullo de los niños identificados con la tarea familiar, que, henchidos de emoción y con una fe de inocente desafío en la mirada, presentan al público las reses más jóvenes de su ganadería. Resulta obvio aludir a la función de jardineros del paisaje, diseñadores de una imagen que pone identidad a nuestra etiqueta turística. Algunos, interesadamente ciegos, critican las líneas de suvención que, todas juntas, constituyen una propina si se comparan con los dos millones concedidos hace poco por la construcción de un hotel.