Aquel día Tamara Lunger miró hacia arriba y comprendió la dificultad de su gesta. Se encontraba en el campamento base a más de siete mil metros de altura en el Nanga Parbart, la novena montaña más alta del mundo. Había vomitado todo el desayuno, estaba deshidratada y se encontraba al límite de su resistencia. Tras meses de preparación, Tamara sentía que las fuerzas no le acompañaban. Sentía el peso de su cuerpo. Sus músculos agarrotados. Ese frío inconcebible de cincuenta grados bajo cero. Estaba a punto de batir un record mundial: convertirse en la primera mujer en coronar un ocho mil en pleno invierno. Emprendió la subida junto con sus compañeros de expedición, Simone Moro, Ali Sapdara y Alex Txikon. A medida que ascendía por la ladera, venían a su mente las veintinueve expediciones fracasadas. Aquel coloso había protagonizado tragedias que todavía pervivían en la historia del alpinismo. Apenas doscientas personas habían conseguido alcanzar la cima. Sesenta y uno murieron por el camino. No sin razón los alpinistas la llamaban The Man Eater (o devoradora de hombres). Mientras estos pensamientos invadían la mente de Tamara y el cansancio mermaba sus fuerzas, la cima surgió frente a ella como una aparición milagrosa. Allí estaba, reluciente y cruel, a tan solo cien metros. Unos pocos minutos más de esfuerzo y su nombre pasaría a formar parte de la historia. Le esperaba el reconocimiento mundial, contratos de publicidad y un sin fin de oportunidades que no podía vislumbrar con claridad debido al hielo que atenazaba sus pestañas. En ese momento, Tamara se dirigió a su amigo y le dijo: «Simone, si voy hasta arriba vas a tener que ayudarme a bajar». Simone le incitó a que siguiera, a que persiguiera ese sueño. Sin embargo, Tamara decidió volver. Comprendió que en la montaña necesitaba salvarse por sí misma. Si hubiera decidido lanzarse a la cima –apenas cien metros le separaban de la gloria- hubiera comprometido toda la expedición. La ruta que había escogido exigía una larga travesía de regreso lo que suponía un auténtico suicidio para todos los alpinistas, máxime cuando tenían que ayudar a una persona sin fuerzas. El acto de generosidad de Tamara salvó la vida de sus compañeros y, al mismo tiempo, grabó su nombre en la historia del alpinismo como un ejemplo de compromiso.
¿Tiene caldereta sin langosta?
Todas las madres se llaman Tamara
02/10/16 0:00
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