Después de cerrar la edición del diario, acostumbro a volver a casa en bicicleta. Durante el recorrido, todavía se puede percibir el aroma de los platos cocinados en muchos hogares para cenar o el olor intenso de un galán (o dama) de noche (cestrum nocturnum). No todo es tan agradable. Hueles la humedad de casas semiabandonadas (es decir, alguien vive allí) o el hedor que desprenden los porros. Hay numerosas casas donde se fuma esa droga, incluso alguna donde se vende. En una de esas viviendas ves entrar especialmente a gente joven, a menudo bien vestida, con la intención de comprar. Es ese menudeo difícil de perseguir e imposible de erradicar. No se trata del mundo marginal, sino de la normalidad del día a día.
La muerte de una madre a manos de su hijo adicto a la marihuana, uno de los mayores dramas que ha vivido Menorca, desde el asesinato del pequeño César, debería ser un motivo para que alguien decidiera dejar ese consumo tan nocivo.
Los defensores del porro son capaces de apuntarse a causas justas, a manifestarse en contra del maltrato animal o de los desahucios, incluso podrían ser veganos y negarse a consumir cualquier tipo de proteína animal. O practicar deporte para una vida más sana. O incluso votar al PP. Reclaman la legalización de la marihuana como un derecho en una sociedad en que se valora por encima de cualquier otra cosa la libertad individual.
Esta sociedad tan permisiva con la quinta del porro no se da cuenta de que fomenta la discapacidad de algunos jóvenes y permite que llegue a ser esquizofrénico quien, sin ese consumo, nunca habría desarrollado esa enfermedad y no habría matado a su madre en un brote psicótico.
Más allá de la tristeza y del morbo por un suceso tan trágico hay una lección por aprender.