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El populismo es la reacción natural a un virus que ha contaminado la política cuando ésta se ha olvidado de los ciudadanos y se ha centrado en su propio mundo y en los intereses que lo rodean. Los políticos consejeros de Bankia tenían tarjetas black sin límite; ¿cuántos políticos y líderes sociales no tienen una cuenta en Panamá?; el inmoral uso del dinero destinado a los que perdían el empleo en Andalucía; y ahora el sindicato que sentó en el banquillo a la infanta Cristina resulta que pedía dinero para retirar la acusación particular. La lista podría ser interminable. Y mientras, los que no se benefician ni participan de este estilo tan extendido, se lamentan de la incomprensión de los ciudadanos y especialmente de los medios de comunicación. Pueden incluso intentar culpar a los medios del ascenso del populismo.

Kennedy dijo, en su discurso de toma de posesión en 1961, aquello de «no preguntes qué puede hacer tu país por ti; pregúntate qué puedes hacer tú por tu país». Y la gente confiaba. Hoy esta frase en boca de un líder político solo sería comprendida en un monólogo del Club de la Comedia. Tomada en serio provocaría el pánico por la inminente subida de impuestos. El populismo asusta. Sin ánimo de asociaciones desgastadas por repetidas, no me gustaría que un Maduro se presentara aquí a las elecciones y que existiera el riesgo de que las ganara. Se ven escasos síntomas de que los partidos comprendan a los ciudadanos. Todos interpretan «el mensaje» que les dieron con su voto el lejano 20-D de 2015. Parece evidente que los partidos no han aprendido nada. No se trata de formar gobierno. Ese no es el objetivo. Hay que demostrar que el objetivo es el ciudadano, que necesita mejorar sus condiciones de vida para volver a confiar en que los políticos le van a ayudar a conseguirlo. Harán más por su país, si sus gobernantes hacen algo por ellos.