Dijo alguien que este era un país de gorrillas. Los gorrillas son los aparca coches ilegales que podemos encontrar en algunas ciudades como Sevilla por citar un ejemplo. Se colocan en aparcamientos turísticos y hacen una serie de señas a todo conductor que llega para aparcar, se entiende que se les debe dar algo de dinero, porque si no corremos el riesgo de que a la vuelta nuestro coche este rayado como mínimo. En los últimos años han cambiado la gorrilla como símbolo de autoridad por un chaleco amarillo fosforito. Si combina el chaleco con la gorrilla raída de ciclista de los años 80 peligro, ese tío controla el entorno más que Bárcenas las cuentas del PP, lo que se conoce, con perdón, como ser el puto amo. Queda claro pues que en cuanto le das poder a algunos la cosa se pone muy chunga.
Cuántas personas no conocen ustedes, queridos lectores, que se transforman en pequeños ogros en cuanto pueden dar órdenes a los demás, cierto que ese cambio viene alimentado por la actitud servil que tiene muchos antes los que tienen una parcela de poder. Ya saben, genuflexión para los poderosos y compis yoguis en general, y bota de acero para patear el culo de los de abajo.
Es increíble la facilidad con la que nos impregnamos de arrogancia y prepotencia cuando tenemos poder sobre los otros, y por otra parte lo rápido que pasamos de esa chulería insoportable a un victimismo lastimero cuando se pierde. Fíjense en todos los poderosos que han caído en desgracia, pasan de la gomina y el tono impertinente, al chándal y la voz lastimera en cuanto se sientan en el banquillo delante del juez. Algunos se quitan los relojes de toneladas de quilates y se colocan uno japonés de plástico, rollo mirad la pena que doy, jolín nadie me ajunta, yo que tenía la agenda llena de gente que me llamaba para pelotearme, y ahora no me coge el teléfono ni la operadora de Robafone. Es el típico resacón después de la borrachera de autoridad.
El poder parece adictivo viendo la cantidad de gente que se engancha. Es más, si renuncias a parcelas de poder porque no quieres tomar decisiones que afecten a terceros, te tachan de conformista, de tener poca ambición, de apalancado, de que tu futuro laboral tiene menos recorrido que la carrera musical de El Koala, el de «Opá yo voy a hacer un corral...»
Creo que las personas que sustentan su autoestima en la cantidad de poder que puedan ejercer sobre otros son unos auténticos tristes, detrás de cada gran ambición por aumentar cuotas de poder hay un complejo enorme de inferioridad. Los que están seguros de sí mismos no necesitan mandar en otros para sentirse realizados, es más les incomoda sobre manera el simple hecho de pensar que una decisión suya puede afectar a la dignidad de otra persona. Vemos a diario a personas conservar su carnet de dignidad cuando los poderosos les golpean cruelmente, como los miles de refugiados, y a otras en cambio regalarlo por un Iphone, ponga dos minutos Telecinco.
Contaba Salvador de Madariaga una historia de los años 30 en la que un terrateniente mandaba al capataz de su cortijo, a la plaza del pueblo para entregar cinco pesetas a los numerosos jornaleros en paro que había, para que estos votaran en las elecciones al partido al que el terrateniente pertenecía. Conforme les iba entregando el dinero, uno de los jornaleros lo arrojó al capataz diciéndole: «En mi hambre mando yo».Pues eso, que les aproveche tanto poder, quizás algún día se atragantarán los indignos poderosos.
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