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El cambio que vivimos afecta también a la biodiversidad. Si antes de la crisis, en tiempos de fiscales discretos, las especies en peligro de extinción eran siempre las más débiles, ahora resulta que están cayendo las depredadoras. El exconseller Josep Juan Cardona es un ejemplo, después de haber sido condenado nada menos que a 16 años de cárcel por el desvío de 5 millones de euros durante su etapa al frente de Industria.

La mayor condena a un político balear y eso a pesar de su aspecto bonachón. Por eso me ha recordado la simpática figura del pillo, popular e incluso respetada en Menorca, esa persona capaz de conjugar con gracia todas sus capacidades para sacar un beneficio personal mientras se sacrifica por todos los pobres ciudadanos.

Esa hipocresía del pillo de promover la cara amable, del político preocupado por el sufrir ajeno mientras llena su bolsillo con el dinero de las comisiones, es la que hace caer en picado la imagen de una profesión digna.

Los pillos saben que son necesarios para que el ecosistema no entre en crisis. Incluso los votantes reconocen a la legua la forma de funcionar, el estilo, las actitudes de un pillo clásico. Muchos generalizan y eso es un factor que consolida la picaresca. Quizás algunos reconozcan con sinceridad que si ocuparan un puesto con acceso a la caja común no despreciarían la oportunidad de reconocerse a sí mismos el esfuerzo de la dedicación pública. Envidia podrida.

Lo que tiene el pillo es el interés del beneficio personal como motor de su entrada en política. Da la impresión que la defensa de la ética en la profesión corresponde a la antítesis del pillo, el "bon al·lot", el boy-scout que todavía va con la intención de dejar el sitio por donde pasa algo mejor de como lo encontró. A quienes pretenden la ética les llaman ilusos.