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El otro día se murió mi iphone. Mi duelo fue profundo, como pueden imaginar. Ni siquiera podía llamar a mi mujer para obtener algo de consuelo tras tan dolorosa pérdida, ya que el móvil de mi santa no ha quedado almacenado en el restringido número de neuronas que actualmente dedica mi cerebro al negociado de la memoria; ni siquiera queda su huella en el chip de Movistar que habita las entrañas del aparato. No, el número, como tantos otros realmente imprescindibles para poder continuar una vida equilibrada y normal está registrado exclusivamente en el cadáver del inerte gadget, sin posibilidad alguna de persuadirle por ningún medio (incluida la tortura) a que cante. Mi vida, tal y como la conocía hasta entonces se tambaleaba. Porque no son solo números de teléfono lo que había desaparecido con el finado. También citas, direcciones, anotaciones, apalabrados a medias, fotos y videos que todavía no había pasado al ordenador, periódicos digitales, gps, el contacto del fontanero, noticias de meteo…, ítems cuya desaparición ponían en crisis mi existencia.

Una amiga, viéndome en un estado de desazón tan llamativo e inquietante, se interesó por mi problema. A ella también le había sucedido. A veces uno se cree que es el único ser en el mundo a quien haya golpeado una desgracia considerada singular hasta que comprende que nada hay nuevo bajo el sol (sobre todo cuando de marrones tratamos). Esta amiga abrió el cajón de la esperanza cuando me contó que el suyo había resucitado tras una maniobra consistente en reposo entubado alámbrico (conectado a la red) con posterior reseteo a base de presionar a la vez los dos botoncitos de que dispone el cacharro. Probé ansioso el tratamiento de choque. A la tercera sonó un pitido extraño pero tremendamente esperanzador. La criatura, al parecer, respiraba de nuevo.

Una inmensa alegría desbordó mi sensible corazoncito cuando comprobé que el tímido pitido inicial se convertía en una adorable sinfonía de ruiditos familiares! Me pedía la contraseña! Con lágrimas en los ojos introduje los cuatro dígitos y estreché emocionado contra mi pecho el maravilloso objeto negro, plano y brillante.

Esta pequeña historia entrañable e íntima que he tenido el poco rubor de contarles viene a cuento de que, a raíz de la catártica experiencia iphonesca, sospeché que el milagro vivido constituía una indicación cifrada de mi ángel de la guarda para que cambiara de vida y retomara los placeres olvidados que antaño formaron parte de mi cotidianeidad. Antes de que las circunstancias socio- económicas- ético- morales-políticas y demás vainas cambiaran la realidad de mi entorno, yo no pasaba todo el santo día haciendo guardia en mi restaurante, sino que también tomaba baños de mar, aprovechando que habito uno de los paraísos marítimos más espectaculares del globo. Pues bien, a partir de hoy dedicaría un tiempo a nadar en las aguas cristalinas de Menorca. Y empecé en el mismo momento.

No disponiendo de demasiado tiempo previo a incorporarme a mi curro decidí chapotear en el Fonduco ya que, no siendo el ideal acuático, está realmente cerca.

Y allí fue donde, braceando entre los escombros de la langostera, concebí la gran idea que paso a relatarles sin mayor dilación.

Ya saben que en el Fonduco había una vivienda (con langostera adosada) realmente bella. Si no lo saben les contaré que esa edificación fue objeto de la más estricta protección por parte de los organismos competentes en el asunto. Fruto de esos cuidados, que incluían obviamente negar cualquier permiso para un nuevo uso, el edificio entró (como tantos otros) en ruina. Ahora bien, como la ruina ponía en peligro a posibles visitantes, se decidió demoler algunas de sus estructuras, con lo cual la protección del edificio quedó definitivamente consolidada.

Mi idea es que se localice a todos los individuos que hicieron posible esta espectacular sandez. Desde los que confeccionaron las leyes que permitieron (o forzaron incluso) la denegación de permisos de reforma, pasando por los que, teniendo vela en este entierro, hicieron una lectura acrítica de la situación (hicieron el muerto) y llegando hasta los que sabiendo que se estaba produciendo una chorrada monumental y teniendo posibilidad de hacer algo al respecto prefirieron dar la orden de demolición en vez de investigar fórmulas alternativas más inteligentes.

Temo que el edificio no se pueda resetear con tanta facilidad como mi teléfono, pero sí se podría construir en la langostera una plataforma, situar en ella a todos los individuos anteriormente mencionados, y convocar a la población para que les dedique una merecida y calurosa ovación. En caso de que el acto tuviera el éxito esperado, y con ánimo de dinamizar el puerto se podrían preparar eventos idénticos en semanas alternas frente a las vecinas ruinas del Rocamar, del Miramar, continuando hasta S'Altra Banda donde cadáveres protegidos al borde del agua, así como impunes responsables del absurdo, no faltarán.

PD.- Es sorprendente que a pesar del paro que hay entre los actores, Mariano añada en esta farsa el papel de Pinocho al de Don Tancredo que ya representaba con éxito de crítica y público.