La pregunta inicial es obligada: ¿Está empeñado el PP de Mariano Rajoy en desmantelar el actual modelo de la sanidad pública para favorecer los intereses de la sanidad privada y, por tanto, para dar más cuota de mercado a la sanidad entendida primordialmente como un negocio empresarial? Este interrogante y algunas dudas surgen naturalmente a raíz de la serie de protestas registradas en las últimas semanas en Madrid contra los planes de Ignacio González de articular una gestión privada para varios hospitales y centros de salud de la comunidad autónoma que preside. Una política que ya se aplica en la Comunidad Valenciana a partir del llamado modelo Alzira (implantado en 1999 en el hospital público de esa localidad levantina) y que se proyecta asimismo para la Comunidad de Castilla-La Mancha. Y unas dudas que saltan ante las noticias procedentes de Catalunya, donde otro partido de la derecha gobernante, Convergència i Unió, también ha planteado una clara apuesta para privatizar la gestión de diversos centros sanitarios públicos.
Julia Navarro, comentarista de OTR-Press (agencia que sirve artículos de opinión a Europa Press), se refería el pasado miércoles en estas páginas a la crispación existente entre los profesionales de la sanidad pública madrileña y destacaba la participación de "trabajadores de izquierda, de derechas, de centro, de todo el espectro político" en las jornadas de movilización laboral convocadas para expresar su firme oposición a la política sanitaria del gobierno de Ignacio González. Avisaba Navarro en su artículo sobre una mentira interesada o que cuando menos despierta unas lógicas sospechas: "Quienes defienden la "privatización de la gestión" de los hospitales y centros de salud públicos lo hacen alegando que una habitación en un hospital público sale más cara que si ese hospital está en manos privadas. Mienten -añadía Julia Navarro-. Sí, mienten. Los datos aseguran todo lo contrario. Lo único cierto es que la privatización de la gestión de la salud es lisa y llanamente un negocio, un sustancioso negocio. Algunos se van a hacer ricos a cuenta de nuestra salud".
Hoy como ayer, los costes y la eficiencia son factores determinantes para calibrar las fórmulas de gestión idóneas y los resultados socialmente más rentables para el conjunto de una comunidad o un país. El artículo de Julia Navarro me remitió de inmediato a la reciente lectura de un ensayo del profesor Tony Judt ("Algo va mal", editorial Taurus, 2010), en el que abordaba unos casos concretos de la economía mixta: la gestión del Metro de Londres y la privatización de unos hospitales del Servicio Nacional de Salud de Gran Bretaña.
En relación al Metro de Londres, Judt recordó como en su día se creó un consorcio público-privado (public-private partnership o PPP) encargado de captar a los inversores interesados. Y subrayaba Judt al respecto: "Se aseguró a las compañías compradoras que pasara lo que pasara estarían protegidas contra pérdidas graves -lo que debilita el argumento a favor de la privatización: el afán de lucro-. En esas condiciones privilegiadas el sector privado resulta al menos tan ineficaz como el público: se embolsa los beneficios y deja que el Estado cargue con las pérdidas". "El resultado -proseguía el pensador británico- ha sido el peor tipo de "economía mixta": una empresa privada apoyada indefinidamente por fondos públicos. En Gran Bretaña, los recién privatizados Grupos de Hospitales del Servicio Nacional de Salud quiebran periódicamente: casi siempre porque se les insta a que generen todos los beneficios posibles, pero se les prohíbe cobrar lo que piensan que el mercado puede soportar. Entonces, los trusts de hospitales (como el Metro de Londres, cuyo PPP se hundió en 2007) acuden al gobierno para que se haga cargo de la factura. Cuando esto ocurre en serie -como pasó con los ferrocarriles privatizados-, el efecto es una paulatina renacionalización de facto, pero sin ninguna de las ventajas del control público".
Así pues, cuando se emprenden procesos de privatización habría que tener muy presente la advertencia apuntada por Tony Judt en su ensayo. Y puesto que no se despejan las dudas, es necesario dar paso a las preguntas: ¿quién pagará a la postre la factura de los procesos privatizadores en marcha en la sanidad española? ¿Se llamará de nuevo a la puerta de la generosidad del papá Estado si las cuentas no salen? ¿Hay que aceptar sin más una prolongación de la política de rescates cuando falla estrepitosamente la gestión privada de unos servicios públicos? ¿Por qué, y valga el ejemplo en otro sector distinto de la sanidad, se recurre a la mano auxiliadora del Estado por parte de los concesionarios que gestionan unas flamantes autopistas de pago que no registran la afluencia de tráfico calculada antes de su construcción y apertura?
Privatizar la gestión de hospitales y centros de salud públicos es una apuesta legítima y al mismo tiempo muy arriesgada. Si los números cuadran y, sobre todo, no hay merma alguna de la calidad asistencial y no se recortan plantillas, es posible que disminuyan las quejas de profesionales y usuarios. En caso contrario, se corre el riesgo de provocar un viaje de ida y vuelta en el que el Estado, el interés público, tendrá que asumir unas pérdidas millonarias. Por tanto, enésima cornada para los contribuyentes, sean partidarios de la sanidad pública o de la sanidad privada.
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