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La crisis no es algo nuevo para la educación. La economía crecía a un ritmo endiablado, las hipotecas se concedían presentando doce tapas de Yoplait, el crédito fluía a ritmo ADSL, el erario público parecía la caja fuerte de Nacho Vidal, mientras en los colegios se multiplicaban las aulas modulares y las ratios superaban ligeramente el máximo legal y mucho el máximo recomendable, incluso con gobiernos de partidos políticos que ahora se autoproclaman adalides de la calidad educativa. Entonces, sin haber tantos recortes, en cuanto se anunciaban cambios legislativos o en la concesión, por ejemplo, de becas, era normal que los estudiantes protestaran, dejaran por un momento las aulas para ejercer su derecho a la manifestación. Era parte de la liturgia del estudiante, de su camino hacia la madurez. En la universidad servidor vivió, más como testigo que como soldado, no pocas jornadas de lucha, algunas no exentas de violencia. No obstante, esta semana se ha dado una vuelta de tuerca al movimiento de protesta estudiantil, con una huelga alentada por algunos padres (¿y profesores?) y que, en el caso de los más pequeños, ha sido secundada directamente por algunos padres, dejando en casa a pobres angelitos que los únicos recortes que saben distinguir son los de las figuras de papel con pestañas para doblar a sus pies. Esto ya no es liturgia estudiantil. Es una utilización poco o nada afortunada de estas almas cándidas. No todo vale aunque la causa sea justa y el problema, de extrema gravedad.