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El estuche de un niño suele ser, más allá de su utilidad escolar, como el armario de la película "Las Crónicas de Narnia", una puerta abierta a la fantasía e imaginación que se despliega a través de lápices, rotuladores o bolígrafos.

Al inicio del curso el estuche se prepara con esmero y los distintos materiales brillan afilados, bien pertrechados de tinta y con gomas de borrar impolutas. A medida que avanzan los meses van cayendo piezas y el desgaste hace mella en muchas de las unidades. Pero el plumier sigue ligado al niño, ya sea para acabar un trabajo de mates o para pintar un pokemon.

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César también tenía un estuche, en el que no faltaban los clásicos bics y una goma con su nombre para evitar equivocaciones en la clase (como se hace con los libros, abrigos o chandals). Posiblemente jamás se sabrá qué fue lo último que escribió o pintó. Quizás alguna recreación de las historias del ninja adolescente Naruto, del que era fan.

César tenía nueve años y casi nada se sabía de él en la Isla. Ahora el estuche que le acompañó hasta el final nos ha descubierto su mundo y también su tragedia.