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Louis François-Armand de Vignerot du Plessis, duque de Fronsac y de Richelieu, sobrino nieto del Gran Cardenal y mariscal de Francia, fue, en 1756 y a sus 62 años, encargado por su rey y el ministro D'Argenson de conquistar la isla de Menorca para Francia.
Razones varias lo aconsejaban: en plena Guerra de los Siete Años que acababa de comenzar entre Francia y la Gran Bretaña, la proximidad de Menorca a las costas de la Provenza no era un padrastro del gusto de los franceses. Además, tomada la isla podía utilizarse como baza de cambio (como así fue, al devolverla siete años después a los ingleses por el tratado de París) en las negociaciones de paz, que en aquellas contiendas del Setecientos comenzaban al mismo tiempo que las hostilidades.

Algunos biógrafos de Richelieu, como Soulavie, aseguran que el ministro D´Argenson detestaba al duque como muchos de sus coterráneos (la envidia es libre) y que le envió a Menorca "pour le perdre". En efecto: la toma de Menorca por su condición de isla y la presencia de San Felipe en la bocana del puerto de Mahón, una de las fortalezas de primer orden de Europa, no era un mal sueño; era una pesadilla.

De todas maneras y a pesar de la manía que le tenían a Richelieu en París por diversas razones, entre las que cabe destacar su fama de libertino y su provechosa carrera militar, parece que debemos rechazar las afirmaciones de Soulavie y considerar que fue elegido por sus méritos en campaña. Efectivamente: había combatido con éxito en 1712 al lado del mariscal de Villars (el mismo que desembarcó en Menorca en enero de 1707 para sofocar la revuelta austracista) y en los cuarenta del XVIII compartió con el mariscal de Saxe la victoria de Fontenoy, cuando mandó una carga de caballería de la Guardia Real, que decidió la batalla y por cuya acción se le concedió el bastón de mariscal el 11 de octubre de 1748.

Richelieu desembarcó en Ciutadella el 18 de abril de 1756 y fue recibido con entusiasmo por los ciudadelanos con las autoridades a la cabeza, dirigiéndose luego con su ejército, no sin dificultades, a Mahón donde pudo contemplar por primera vez la imponente fortaleza de San Felipe y comprobar que, en la descripción que le había hecho en París el marqués de Vallière, éste se había quedado corto.

Sin embargo no todo debían ser inconvenientes. Las paredes del Arrabal le sirvieron de espaldones y le permitieron emplazar las baterías de sitio a tiro de punto en blanco para batir en brecha los muros de la fortaleza desde el primer momento, sin las pesadas obras de construcción de las sucesivas tres paralelas de manual.

Con todo, San Felipe, con su gobernador Blakeney al frente, resistía bien los ataque del francés y muchas de sus baterías fueron arruinadas por el certero tiro de los sirvientes de la Royal Artillerie.

El duque, observaba con preocupación el desarrollo de los acontecimientos desde su puesto de mando en el molino de Alimundo (situado, mas o menos donde ahora se encuentra el cementerio de Es Castell) y esta zozobra se acentuó con la llegada de la escuadra del almirante Byng, que aunque no pudo desembarcar las tropas de refresco que traía por impedírselo la flota de la Galissoniere, el fantasma del reavituallamiento de la fortaleza permaneció flotando en la cabeza de Richelieu y a monsieur le marechal le entraron las prisas.

Las prisas, sí. Y la precipitación siempre es mala consejera en estos casos. Total: que mandó tomar por asalto la fortaleza antes de que esta estuviese madura y envió a la muerte a más de mil hombres, lo que sin embargo permitió tomarla y que Blakeney pidiera la capitulación, después que los franceses ocuparan el camino cubierto exterior (outer cover way) y tomado prisionero al segundo comandante, teniente coronel Jeffries. Éxito amargo. Atrás quedaron los cadáveres de las columnas mandadas por el marqués de Laval, destrozados sus hombres por la explosión de una de las minas situadas detrás del fuerte Argyle. En esta acción y como oficial subalterno participó el autor de Justine ou les malheurs de la vertu, Donatien Alphonse François, marqués de Sade.

Si juzgamos la toma de San Felipe por Richelieu desde una perspectiva bélica actual, ningún analista se sorprendería de las pérdidas humanas. Queremos decir, que desde que en la Revolución Francesa las contiendas militares dejaron de ser un baile de minué y se convirtieron en manifestaciones genuinas de la fuerza bruta, pasando por los ingenios bélicos que se han ido inventando desde entonces, el coste en vidas humanas de las guerras ha sido cuantioso, sólo hay que recordar los millones y millones de personas fallecidas en las dos guerras mundiales del siglo XX. Pero antes de eso, en tiempos de Richelieu y Crillon, estaba extendida en Europa la idea filantrópica de que debía evitarse en las guerra la efusión de sangre; que al soldado, más que sangre, había que pedirle sudor, por esa razón proliferaban los sitios de fortaleza en vez de cruentas batallas campales donde apenas había bajas y el enclave solía rendirse con todos los honores antes del asalto final que ocurría muy pocas veces. Otra característica de aquellas guerras era el riguroso respeto a la población civil. Al mismo tiempo se consideraba la guerra cosa de profesionales y se prohibía a los civiles intervenir bajo pena de muerte.

Por esa razón, en la época en que ocurrió el hecho, la opinión pública se puso en contra de un Richelieu al que se consideró un carnicero según la opinión de entonces, que llamaba "militaires de bonne foi" a aquellos generales que conseguían sus victorias con bajas muy escasas. Tenemos un ejemplo muy cercano en el mismo frente menorquín: el duque de Crillon, 25 años después que Richelieu, volvió a conquistar San Felipe con bajas muy escasas, la mayoría por enfermedad o algún alcance casual del bombardeo enemigo, como el caso de Charles Garain la mujer suiza que se hizo pasar por soldado.

A su llegada a París y a pesar de las luminarias y de las celebraciones por la toma de Menorca, Richelieu no fue bien recibido. Cuando acudió a su presencia, el rey le preguntó: ¿Qué tal los higos de Menorca? Nuestros historiadores clásicos interpretan ad litteram la pregunta, pero nosotros creemos que detrás de ella se esconde una cruel ironía: el rey, despreciando el mérito militar del duque, resalta la faceta más superficial de su personalidad: su fama de libertino.

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