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Estoy hasta el moño de la polémica en la ínsula Barataria, sobre si hemos de utilizar el chino cantonés o el mandarín estándar. Me apetece más hablar de la belleza del lenguaje.
En los idiomas hay palabras que, al traducirlas a otra lengua pierden belleza, sentido o incluso resultan hasta ridículas. "Traducir es traicionar" decía el Nobel Octavio Paz y no le faltaba parte de razón aunque éste, el de traducir, sea un mal necesario.

Además está el contexto cultural o filosófico, que deja carentes de sentido ciertas expresiones al pasarlas a otro idioma. Cuando le pides el coche a alguien, si no te conoce lo suficiente te pregunta: ¿tienes carné? La papela como esencia de la conducción, los españoles siempre tan de los títulos; tan esenciales. Ideal frente a realidad. Un inglés, heredero del empirismo filosófico de un Berkely o un Hume, nunca te pediría la licencia, te diría: ¿sabes conducir?

Esa es la diferencia entre el mundo anglosajón y el nuestro. Le decía Sancho a Don Quijote: "pero Señor ¿no véis que son molinos?" "¡Gigantes y no se hable más!" respondió (más o menos) el hidalgo manchego. Sin embargo Hamlet, ante el dilema entre si su tío y madre eran, o no, los asesinos de su padre exclamó: "to be or not to be, that's the question". La duda metódica como paso previo a la toma de decisiones, frente a la peligrosa certeza del personaje cervantino.

¡Cómo traducir al castellano, por ejemplo, la palabra francesa "charme" ¿encanto? Suena a poco, incluso diría que no suena.

O sea: la belleza intraducible. Hace algún tiempo una persona me ha enseñado a amar ciertas palabras en catalán. Una de ellas, "gessamí", por ejemplo. En castellano "jazmín" me suena incluso cursi, en catalán es, sin embargo, una palabra hermosísima y llena de significado, traducirla sería un crimen de lesa belleza.

¿Y cómo traducir al castellano "redossa", por ejemplo? Palabra vinculada fuertemente a Menorca gracias (o a pesar de) la Tramontana. ¿Traducimos "a resguardo"? ¿O "abrigo" como hace Febrer i Cardona? No. "A redossa" es más, mucho más. Es aquella casa blanca, muy blanca, situada detrás de la colina que da al norte y cuyas ventanas por esa parte son escasas o nulas; es ese paso por el sur de es correu cuando sopla el Bóreas; es la pared seca que resguarda la cosecha; es la sensación de bienestar que se experimenta refugiado en tu gabinete una noche de vendaval, mientras fuera silban los obenques del "Lidia", amarrado en la cala cercana.

Y es también la metáfora del que trata de ponerse a salvo de la que le va a caer encima.
O sea: intraducible y en esencia, parte de la cultura de esta amalgama de piedras y viento.

¿Cómo explicar ese sentir mediterráneo a un bárbaro?

Pienso que en vez de levantar polémicas sobre el lenguaje habría que buscar el disfrute de su belleza, de lo sutil, de los giros inteligentes de la ironía. Cuando un extranjero es capaz de ironizar en el idioma del país que le acoge, ha alcanzado el más elevado conocimiento del mismo. Para eso los chinos valen "una maneta".

Y que decir de las constelaciones, aquellas, que contempladas sacrificando una noche a las estrellas, nos permiten reflexionar sobre la vastedad del Universo. ¡Cómo traducir sus nombres del árabe sin corromper su intrínseca belleza! Mintaka, Rigel, Alnitak y Alnilán en Orión o Mizar y Alcor en la Osa Mayor. Y tantas y tantas otras: Deneb, Altair, Betelheuse, Fomalhaut. O las griegas Hespérides, Hiades y Pleyades, las siete hermanas Aretusa, Eritia, Hestia Hesperia, Hespere, Hesperetusa y Egle.

Sobre todo Egle, la de los ojos glaucos.

Hermosura lingüística en clave mediterránea: francés, catalán, árabe, griego. Y en castellano mesetario también, ese idioma minoritario que hablan sólo unos 500 millones de personas y que por ahí afuera es conocido como "español". También en el lenguaje de la Castilla torturada por siglos de pobreza caciquil, existen palabras hermosas. Como libertad, por ejemplo. La de verdad me refiero, no la de que se ufanan -y profanan- políticos y poderosos de todo jaez. Libertad, esa utopía tan escurridiza como el conejo blanco de la Alicia de Lewis Carroll.

La belleza del lenguaje, digo. Ese lenguaje hoy día irritante, empobrecido, absolutamente pervertido por políticos y periodistas-ficción, lleno de tecnicismos jurídicos o económicos "que incluso invaden hasta nuestra intimidad" decía hace poco María Zambrano.

Luego está ese tumulto de las fiestas, festejos y festejillos, generosamente regados con alcohol, donde la gente ya no canta, ni siquiera grita, sólo berrea.

Como los ciervos en celo de Cabañeros.

Y ni te cuento sobre redundancias de juzgado de guardia, como el otro día, que en un diario, un reportero al que supongo de estos de ahora, aseguraba, palabra de honor, que los pájaros tienen alas.

Bestieses.

Dirán algunos que me he puesto romántico, pero es que con este calor no hay quien piense. Queda sólo sentir.

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