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Juan Luis Hernández Gomila
Roig no entiende, en esta cegadora mañana dominical, la fascinación que ejerce sobre ti ese viejo teléfono negro que yace, somnoliento, sobre el escaparate de la tienda de telefonía de tu barrio. Roig no ha leído a Proust, ni sabe lo de las magdalenas. Probablemente desconozca el poder evocador y transgresor del tiempo que, en ocasiones, tienen los objetos, los aromas y las voces. Trocados, todos, en ecos que te devuelven a tu pasado. O tal vez no sea así y su pequeño muñeco le retrotraiga a su antiguo hogar y algún perfume le evoque la mano amiga de tu madre, acariciándolo, un año después de su partida. Esa partida que os dolió. Como os duele, todavía, su vacío, al pasear, de tarde en tarde, por los pasillos del viejo piso, poblado de ausencias no leves...

- Tuvimos uno igual. Fue el primero. Colgaba de la pared del comedor -le comentas-. En la calle de "Rector Mort"...

El teléfono era negro, idéntico al del mostrador. Con ese círculo mágico rodeado de agujeritos con números en los que aprisionabais vuestros dedos para obrar el milagro. 361466 - recuerdas ahora, como recuerdas, inexplicablemente, la matrícula del primer coche que tuvisteis ( PM 105671) o la mañana en la que esperasteis, pacientes, la llegada de vuestro primer televisor y os quedasteis luego frente a él, alelados, contemplando, estúpidamente, durante media hora, la "carta de ajuste", la primera "carta de ajuste" de vuestras vidas...

- Lo utilizábamos con mesura, el teléfono -le confiesas-. ¡No estaba el horno para bollos! Y su uso era discreto, casi secreto... Eran tiempos de decencia. Ciertas cosas, esenciales, bellas, se reservaban para la intimidad. Y la familia, educada en valores, la respetaba. Dejabais solo al que hablaba cuando percibíais que aquello olía a algo personal. Entonces, esgrimiendo una excusa, o simplemente en silencio, abandonabais el comedor... Únicamente regresabais cuando un "click" sonoro indicaba que la conversación había concluido y el teléfono, sí, negro, había vuelto a la dignidad de su sueño...

Roig sabe que hoy las cosas son distintas. El marido se enfurece con su mujer en la barra del bar vía móvil. Pero no importa. Como tampoco parecen importar esos insultos esculpidos por el desamor, el paso del tiempo o, probablemente, la rutina y vociferados mediante "Movistar"... Antes los clientes se escandalizaban e interrumpían la lectura del periódico... Era un programa del corazón inesperado, gratuito y cercano. Ahora, ni eso. Tanto da si se comenta a distancia el último resultado del "Vive Menorca" o, por el contrario, se describe, con minuciosidad y en público, la última noche de pasión con la parienta... Hablamos mucho -Roig lo sabe-. En exceso. Para no decir, probablemente, nada. Impera, amén de esa pérdida del decoro, lo banal. Y parloteamos desgastando las palabras que, doloridas, van perdiendo su significado, deshaciéndose, como las galletas en el café de las mañanas recién paridas...

- Ocurre igual con los "emilios" -bromeas-.

Y un Roig ya felizmente recuperado mueve ágilmente su cola, divertido... Antes las cartas poseían una arrebatadora belleza formal que nacía en la caligrafía mimada, en los sobres que os transportaban a los lugares deseados, a la identidad de un remitente que se anhelaba descubrir, en los sellos que jamás se jubilaban y se mudaban, una vez usados, en piezas de coleccionismo. El misterio anidaba en las misivas. Y el esfuerzo de acercarse hasta el buzón. Un esfuerzo al que acompañaban, muchas veces, los sueños. Cartas con contenidos debidamente meditados, prudentemente valorados, adecuadamente estructurados... En los "emilios" se regodea, hoy, la ley del mínimo esfuerzo. Y, por mínimo, fecundo... Los "emilios", mal pertrechados -en ocasiones auténticas sandeces-, inundan tu/vuestro correo virtual... Mucho, en ellos, se ha dicho... Nada o casi nada se ha dicho, casi siempre...

Miras, pues, fascinado, sí, ese teléfono negro que te devuelve a tu infancia. A las conversaciones que se producían cuando tenían que producirse. Con fundamento... Entre otras cosas porque existían otras formas de comunicación más personales. Como cuando la vecina os pedía sal o compañía, simplemente, o usar el propio teléfono y aprovechabais la ocasión para hablar, para endulzaros con el tiempo que no se escapaba por las rendijas de vuestras casas, que os respaldaba, que os mecía con la misma ternura con que mece una madre...

- ¿Dónde estás?
- En la calle, en Pintor Calbó, junto al "super"...

- Yo ya estoy en Doctor Camps... ¡Voy para allá!
- ¡Vale!

- ¡Espérame!
- ¡Sí! ¡No seas pesado!... ¡Ya te veo! ¡No! Te he confundido...

Y ambos interlocutores, sin saberlo, se cruzan, pegaditos a su auricular...
-¿Estás allí?
-¿Estás allí? -repiten ambos al unísono-.

-¡Maldita cobertura!
Y las palabras se van deshaciendo, sí, como galletas dentro del café. Como se deshace el sentido del decoro...

- ¿Me oyes? ¡Sé que me estás escuchando! ¡No me cuelgues, hija de la gran p_ta! ¡Coj_ones!
Y la hija de la gran p_ta -piensas ahora- le escucha, como le escucha, y por c_ojones, la calle entera, por el sencillo hecho de que no le queda más remedio...

Roig no lo entiende.

Y tú no intentas explircárselo... Porque no sabes...

Llegas a casa e intentas conciliar el sueño. Un "número oculto" con voz sudamericana que huele a esclavitud disfrazada, a contrato basura te ofrece un nuevo paraíso de la telefonía móvil... Cuelgas... Y vuelves a pensar en eso de la intimidad quebrada...

-Roig te mira entristecido...

Y añoras ese teléfono negro, sí, en el escaparate, mientras, internamente, lloras por la soledad en compañía, por las palabras ultrajadas, por la inanidad mental, por las figuras en solitario que únicamente se encuentran en las ondas, por lo lejos que queda ya todo. Incluso el hermano que vive en la puerta de al lado y al que sólo se le llama por el móvil...