Basura en el suelo y cacas de perro, dos lados de la misma moneda.

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El problema no es el puerta a puerta. El problema es que vivimos en una sociedad cada vez más infantilizada, insolidaria, perezosa, reaccionaria, individualista, irresponsable y, por qué no decirlo, guarra. El problema no es el puerta a puerta, sino que nos obliga a separar la basura y que en verdad el 80 por ciento de personas que aseguran que reciclan no lo hacen o lo hacen muy mal. El problema es que hay una ruidosa minoría de ciudadanos que ni reciclan ni tienen intención de hacerlo y que encima quieren convencernos de que eso –desplazarse a otro barrio a tirar la basura, mezclarlo todo en cualquier bolsa e incluso abandonar un colchón en un tanca– tiene justificación, que es algo si me apuras virtuoso, una especie de desobediencia civil digna de aplaudir. En fin.

En ese grupo de insurgentes, adalides de la libertad de vertido, que no agachan la cabeza ante el poder maquiavélico que quiere hacerles reciclar, los hay de todos los colores. Están los libertarios de las redes sociales, los nuevos cuñaos de barra de bar, los del «me vas a decir tú a mí cuántas copas de vino me tengo que tomar», que han escuchado cuatro audiolibros, siguen a tres youtubers y peinan las redes en busca de algo que les confirme que están en lo cierto. Son indignados de nuevo cuño que, como dicen que les pasa a los nuevos ricos con el dinero, no saben cómo gastar su indignación. Les importa todo un pimiento, cuanto más barro mejor. Son esbirros del caos, marionetas de una revolución pavorosa a las que tanto le da ocho que ochenta con tal de vomitar su frustración.

Están también, aunque cueste creerlo, los supuestos ecologistas de presunta izquierda, que le dan like al medio ambiente, pero que luego corren a sumarse a las teorías más reaccionarias para no tener que cambiar sus (malos) hábitos. Conservadores de tomo y lomo que miran a otra parte en el tema de la basura –y en tantos otros– como si la mierda que generan no se enterrara bajo nuestros pies en esta Reserva de Biosfera que tant estimam tots, como si el vertedero no se ampliase a un ritmo alarmante, llenando los bolsillos de los listos que han ido comprando los terrenos que lo envuelven.

El problema no es el puerta a puerta, el problema es el mismo que convierte caminar por las calles en una gincana para esquivar cacas de perro. El problema es que la gente prefiere mil veces creer una mentira cómoda que una verdad que reclame esfuerzo, que acomodan sus excusas –eso son– en falacias contumaces. Defienden derechos como la protección de datos o la intimidad, al tiempo que ceden sus vidas a cientos de empresas en internet y se confiesan a diario ante Alexa u Ok Google. Ven un pretexto en lo que se deja de hacer en China, en el Tercer Mundo, en lo que hace Ecoembes y en la mala gestión de los políticos –como si fuera algo nuevo– para no responsabilizarse de nada. Que hacen proselitismo de la desvergüenza, que te dicen «tonto, para qué separas, si luego en Milà lo juntan todo», algo que fue verdad cuando les importaba un comino y que, ahora que no lo es, apadrinan esa mentira solo porque sirve a su religión, que no es otra que el culto a la comodidad y a la inercia. El problema es mucho más profundo y preocupante que el puerta a puerta.