A nadie, o casi nadie, le gusta esperar ante una ventanilla de una administración pública o de una empresa privada. Somos impacientes por naturaleza y nos molestan las líneas (o tickets) que marcan que hay que esperar un turno. Es una situación con la que tenemos que convivir a diario, pero la paciencia no es una virtud muy extendida.
Desde las colas del supermercado hasta las listas de espera de las consultas de la sanidad pública se extiende un abanico muy amplio. En una parte está el ciudadano que legítimamente reclama ser atendido cuando antes mejor. En la otra, un funcionario o un trabajador asalariado. Dos caras de la misma moneda.
El que espera desespera, y además tiene razón. Si alguien pensaba que con internet todo trámite se agilizaría... pues va a ser que no. Igualmente hay que aguardar a que nuestro ordenador tenga las aplicaciones actualizadas, a que no falle el sistema o a que el que esté al otro lado de matrix no nos entienda. Desatamos nuestra furia contra el sistema, pero es injusto - salvo excepciones - dirigir nuestra ira hacia la persona que nos atiende o desatiende, porque tal vez sus superiores no le ofrecen los recursos suficientes para responder a la clientela.
De las quejas de los usuarios ante una falta de atención se puede escribir una saga literaria, de los responsables que no responden, otra. Pero... sí hay un pero.
El pero del desespero es la persona que tiene que aguantar el chaparrón. El médico - y a partir de aquí no hay géneros-, la enfermera, la recepcionista, la cajera de un comercio, el telefonista que nos importuna a cualquier hora del día...
Todos tenemos nuestros derechos a reclamar, pero por un segundo no estaría de más ponerse en la piel del que tiene aguantar al que espera y se desespera.
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