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Diego Prado

Lo mismo que el buen noctámbulo se abstiene de salir la noche de fin de año para no tener que encontrar sus bares favoritos tomados por aquellos que nunca salen, el auténtico letraherido, el lector empedernido, el ratón de biblioteca puro y duro, se queda en casa por Sant Jordi, jornada bautizada con el lacónico membrete de Día del Libro por obra y gracia, a partes iguales, de unas fechas (parece que falsamente coincidentes) entre la muerte de Shakespeare y Cervantes, y por la estratagema comercial de libreros ansiosos de ventas.

El lector empedernido sabe de sobra que ese día una horda no lectora invadirá sus espacios vitales, sus queridos rincones de bibliófago curioso, sus librerías de siempre, y que no sabrá entonces dónde meterse. Aunque escapara por las calles, intentando abrirse paso entre la multitud que abarrota los puestos de libros como si jamás hubieran visto uno, el buen lector empedernido conoce el peligro y sabe que no podría sustraerse a la tentación, que acabaría intentando acercarse de manera imposible a alguna parada, donde se vería obligado a practicar contorsionismo para ver la mercancía expuesta entre empujones y codazos. Y en el caso remoto de lograrlo, de hacerse un hueco, apenas podría hojear los libros con silencio y detenimiento. Por experiencia sabe, además, que descubriría los mismos títulos en todos los puestos, los mismos idénticos autores, esos que se venden todo el año sin problema pero que los no lectores necesitan que les planten delante de las narices el día de Sant Jordi, para regalar o para cumplir con el paripé consumista bajo el buen propósito de poner un libro al año en sus vidas.

Al lector empedernido le hastían esas hileras de portadas predecibles que ya estaban acaparando los escaparates mucho antes, y sabe de sobra que no podría buscar otros títulos porque únicamente tendrían a mano ésos, y que tampoco podría pedirle alguno concreto a ningún empleado porque o van agobiados o simplemente no son libreros, sino jovencitos contratados para ese día de batalla. El lector empedernido también tiene la certeza de que en mitad de la muchedumbre sentiría nostalgia de sus días de librería vacía, cuando los libros aguardan pacientes el momento mágico de que alguien los abra y los hojee sin prisa. Y aunque se acercara a una de las que suele frecuentar, sabe que no pasaría del umbral. Por la luna del escaparate se quedaría observando una balumba de personas aprovisionándose del último best-seller vampírico, del último premio Planeta, del último sobre templarios o sobre la búsqueda del Grial, como poseídos por una repentina fiebre lectora, todos esgrimiendo en la mano sus sucios billetes igual que en un mercado de abastos, entre gritos y empellones.

Abatido, el lector empedernido sospecha que tendría que regresar a su casa sin libro alguno, mientras alguien quizá le restregara un ramo de rosas en la cara para que comprase una a tres leros. Y hasta puede que pasando por los últimos puestos uno de esos escritores de moda (que estos días se hallan firmando tras una mesa, como autómatas) le dedicara una mirada de congoja que le perseguiría por las noches. Por todo ello se entiende que el buen lector empedernido, el auténtico letraherido profesional, no salga de casa ni que lo maten, no ponga un pie en la calle por mucho que la tentación sea fuerte, prefiriendo sumergirse en una tarde de lectura reparadora mientras espera que se acabe de una vez el dichoso día de Sant Jordi para buscar de inmediato una librería pequeña y completamente vacía donde reconciliarse de nuevo con sus amigos los libros.