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RAQUEL MARQUÉS DÍEZ
Bendita inocencia infantil, que siempre nos abre los ojos! Les pongo en situación. Hace unos meses Bernat, un "fill de cosí" de Ciutadella (de los tropecientos que debo de tener por estos lares), me pregunta: "Oye Raquel, ¿por qué los periódicos no acaban nunca las noticias?". Le miro con cara de póker y respondo aquello de: "Perdone usted, ¿hablaba conmigo?". "Sí, sí, los periodistas publicáis cosas que luego no sabemos cómo han terminado...", insiste el muchacho. "¡Ah!, ¿como qué?", le digo, y su espíritu de explorador de la vida entrando en la lastimosa adolescencia me narra un suceso rocambolesco que tuvo lugar hace ya mucho tiempo, que ahora no viene al caso y del que, como bien apunta este joven lector de periódicos, nunca más se supo.
Pues sí, Bernat tiene razón. Porque si las informaciones de un redactor fuesen inversamente proporcionales al seguimiento de la noticia, las principales cabeceras de nuestro país adquirirían formatos enciclopédicos y, como no se trata de aburrir al personal, la mayoría opta por deshacerse de las letras que comienzan a caducar desde el mismo instante en que las tecleamos y se centra en sorprender al público con nuevas crónicas que, en ocasiones tal y como quedó demostrado la semana pasada, rozan el surrealismo. Y viene todo ello a cuento de que anoche me acordaba yo de ese centenar de pingüinos que se fueron de veraneo a Copacabana. Tras ser presuntamente rescatados por un grupo de ecologistas viajaron luego por tierra y aire, fueron alimentados con sardina fresca y pasaron revisión médica antes de ser invitados a partir, en ruta inversa, a la Patagonia. Estos pájaros, como ven, de bobos no tienen nada. Y encima que viajan para alertarnos del cambio climático, todavía los hubo que criticaron el excesivo gasto de sus cuidados. Es lo que tiene ser pingüino. Un buen día te acuestas siendo un ave antártica y otro amaneces como el rey de las olas de Copacabana. Kafkiano, ¿o no?