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Verónica Arellano (Barcelona, 1979) vive por y para el arte. Lo siente, lo recrea y hasta lo enseña. Con más proyección internacional de la que exhibe en Menorca, donde reside desde su infancia, dirige el renovado centro de arte y grabado de Xalubínia en Maó, que acaba de abrir matrículas para el nuevo curso. Allí monta residencias de artistas y ofrece el espacio como coworking.

Ecléctica, polifacética y «espiritual», empezó a trabajar como docente y cuenta con una sólida formación, también musical. Licenciada en Bellas Artes en Barcelona, realizó un Erasmus en Italia y, de vuelta a España, se doctoró en pintura en la era digital y cursó dos posgrados en geometría descriptiva y dibujo técnico. Ha realizado doce exposiciones individuales y ha participado en numerosas colectivas. Desde Rosario (Argentina), donde ganó una mención, a Shangai, Pitschburg, México, Polonia, Noruega y Chipre.    Su obra gira alrededor de un concepto, la «huella», vinculado a la mujer, la sociedad y el medio ambiente.

—Es el motor de mi trayectoria artística. Tomé conciencia de ello cuando, con 23 años, fui a Italia a hacer un Erasmus y, al visitar Pompeya, la huella de la tragedia de tantas personas que fallecieron sepultadas por la lava me hizo sentir los espacios habitados, las vibraciones y energías que subyacen en las paredes. Y eso es la huella, el rastro que deja el ser humano después de haber vivido, el rastro que me hace palpitar. No hay pasado ni futuro, sino que vivimos en un continuo presente. Mi vivienda fue de las primeras que se construyeron en Ferreries y me impresiona pensar, sentir, que era una de las casas de la diligencia en la que paraban quienes    iban de camino a Ciutadella. La huella es el alimento que me interroga y me mueve a convertirlo en arte.

¿Es un juego consciente?

—Es fruto del proceso, del crecimiento mental, entre psicológico, espiritual y emocional, en el que me sumerjo. Me documento, viajo, vivo sensaciones y luego trato de plasmarlas sobre el lienzo.    Y cualquier registro es válido para hacerlo. Cada disciplina me aporta y necesito ir cultivándolas de forma alterna. Me gusta trabajar en varias obras a la vez, porque una se alimenta de la otra. A veces tienes que saber escuchar la obra, dejarla respirar y ponerte a trabajar en otra propuesta. Eso me ayuda a descongestionar y ver con más claridad desde el exterior. Es importante estar siempre conectada a tu obra. Y lo es también jugar con la ambigüedad poética para que sea el espectador quien termine la obra. Si se le dice todo, no hay juego y se pierde la magia.

¿Cómo llegó a Menorca?

—Mi padre hizo la mili aquí, quiso hacer un cambio de vida y nos trajo a toda la familia. Acudíamos cada año a las fiestas de Sant Joan en Ciutadella y nos volvíamos de regreso en velero. Cuando venimos, vivía a caballo entre el velero y la casa. Aquí me quedé hasta los 18 años y regresé a Barcelona para estudiar. Estuve once años fuera. Pero me siento 100% menorquina.

¿En qué parte de la «huella» trabaja actualmente?

—Ahora estoy fusionando la música a nivel visual. Es la huella del alma en la mirada. Cuando pinto es como si compusiera con instrumentos diferentes y cada uno tocara su propia melodía. Son pinceladas con registros diversos que generan músicas diferentes en una misma partitura, como en un concierto. Cada persona desprende una energía y deja su propia huella. Relaciono la parte pictórica musical con la expresión en la mirada, que es como una ventana al alma. La mirada es una ventana al interior de las personas. Pero también me dedico a investigar ‘la huella’ que dejan los plásticos en el medio ambiente. Los recojo del mar, que fue mi casa y ahora es mi cobijo, y los transformo en diferentes tipos de papel que uso para crear mi obra. También las planchas que utilizo para muchos de los grabados son las antiguas planchas offset de Es Diari que luego reciclo. Con estos grabados he expuesto en Shangai, Bilbao y México.

¿Qué impacto buscaba con su propuesta de las hueveras para empoderar a la mujer?

—Quería plasmar la huella de lucha y coraje que ha dejado la mujer en la humanidad. La ultima obra del proyecto la he dedicado a la actriz china Ruan Linghou. La pinté en el Museu de Menorca, que gracias a su directora me cedió un espacio para ello, y ha sido expuesta en el instituto Cervantes de Shangai por Drap Art, de la mano de Tanja Grass. Ahora la obra me la ha comprado el director del Fotografinska Museum de arte contemporáneo, que la exhibirá de forma permanente en Shangai.

¿Es un proyecto cerrado?

—Pues no, ahora hasta me estoy planteando nuevas propuestas con las hueveras, que es un proyecto que siento que recién está empezando. Fue la idea del píxel y los fractales la que me llevó al proyecto, porque siempre trato de partir de un micromundo para amplificar luego la mirada. Nuestros hijos han nacido con una mentalidad digital, pero nosotros tenemos una mentalidad analógica y trabajamos igualmente con herramientas digitales. Aplicar una metodología analógica a un pensamiento digital me hace sentir más las cosas, porque es justo el proceso contrario al actual. La música es la matemática del tiempo y el dibujo, la matemática del espacio. Además, al dibujar siento que bailo. Por eso, la instalación y la performance me interesan mucho, porque ayudan a traspasar la barrera de la convencionalidad. No descarto llegar a ello.    La energía que dejas plasmada en el lienzo es la huella del artista. Cuanto más grande sea la obra, se manifiesta más visceral y emotiva.

¿El arte es una forma de trascender, de militar en la vida?

—Trato de documentarme antes de sentarme a crear. Soy activista e intento ayudar a hacer reflexionar a las personas a través del arte. Por ello he estado en un campo de refugiados de Líbano, en Chipre y he acudido a manifestaciones a favor de Palestina. Me gusta ser profesional y acercarme a la verdad, pero siempre desde una mirada humilde.

Este junio participó en el simposio internacional de Sianoja. ¿Qué le ha aportado?

—La galería Espiral de Cantabria vio mi obra en el FIG de Bilbao y me invitó a Noja. Eramos ocho artistas, que es mi numero favorito. Ha sido muy enriquecedor. Había artistas de México, Cuba, Chile, Polonia o Brasil, en convivencia continua, y recibimos un trato excepcional. Sentimos un respeto enorme. Ahora trabajo también en un proyecto para la fundación Reynolds.

¿Cómo lo vive su familia?

—Mis hijos han crecido desde pequeños metidos en el mundo del arte y siempre me han apoyado mucho. Me considero artista, pero también docente por vocación. De joven, hice un proyecto educativo que fue seleccionado por la Unesco, lo que supuso un punto de inflexión para mi, ya que me llevó a investigar el sistema educativo y a forjar mi propia manera de enseñar. De hecho, he sido profesora de secundaria en institutos durante doce años. He explicado geometría con una pelota de futbol y la barra de la cortina del baño. Una alumna del bachillerato artístico de Barcelona me contactó por Facebook para decirme que haría el proyecto de final de carrera sobre mi manera de educar. Me emocionó. Se pagó un billete de avión para venir a Menorca y actualmente también hace de profesora. Dejar esta huella no tiene precio.