Imagen del interior de la antigua cárcel de Palma en la actualidad. | M. À. Cañellas

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Hace dos semanas se produjo un incendio en la antigua cárcel de Palma. Un suceso que ha pasado casi desapercibido pero el olor a humo es más que patente pese a los días que han pasado. En sa Presó se concentran los planes frustrados y se ha convertido en la meca de los que no tienen esperanza de conseguir un techo digno. «Es el último escalón antes de vivir en la calle», dice J.

Se dice que ya son alrededor de 200 personas las que se han refugiado en las instalaciones carcelarias que llevan abandonadas desde hace un cuarto de siglo. Las cifras van variado, «somos unos ciento cincuenta», dice una de las residentes que entra en el recinto abandonado antes de las nueve y media de la mañana, armada con una lata de cerveza. Una vez que la antigua prisión se convierte en un hogar improvisado, hay un cierto abandono.

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A primera hora de la mañana, cuando los niños acuden al próximo CEIP Cas Capiscol y los clientes acuden con sus mascotas a la clínica veterinaria. Pero detrás de esta normalidad hay signos de que no todo funciona. De la antigua cárcel, rebozada de pintadas artísticas, aunque cada vez hay más vandálicas. Apenas queda rastro de la limpieza y los eventos que se celebraron durante la legislatura pasada, que tenían el objetivo de convertirlo en un centro cultural. Después, pasó a ser una futura residencia de estudiantes de la UIB. Los vuelcos electorales proporcionan nuevos planes para Sa Presó: el viernes pasado el alcalde de Palma, Jaime Martínez, anunció que a medio plazo se convertirá en viviendas públicas de alquiler.

Biel González del Valle, presidente de la Associació de Veïns de Cas Capiscol y miembro de la Federació d’Associacions de Veïns de Palma, advirtió el cansancio de los vecinos por la situación continuada en el tiempo. «Se tiene que tomar una decisión de una vez por todas. Necesitamos un proyecto o que tapien y no entre nadie». El presidente de la entidad vecinal advierte que «esto es un problema vecinal. Comerciantes, bares y el propio centro de salud nos dicen que algunos de sus habitantes crean problemas. Con el proyecto veíamos la luz al final del túnel pero ahora no sabemos nada». Y González del Valle señala que «esto es un coladero si no se cierra la puerta». Efectivamente, entrar en el recinto amurallado, que hace veinticinco años estaba diseñado para no dejar salir a nadie, es un ir y venir de personas.

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Muchos de los actuales residentes se han trasladado de chabolas que han sido desalojadas. Si no hay alternativa, la cárcel es su refugio. «Ojo, aquí ha habido incendios, robos y un asesinato incluso. Pero también hay gente honrada, jóvenes y matrimonios que no tienen donde vivir», afirma el presidente de la asociación de vecinos. La prueba está en que a las nueve de la mañana salen presurosos los residentes que, con patinete en mano, se dirigen a su puesto de trabajo. Nadie diría que personas que están insertadas en el mundo laboral después se sumerjan en las tripas de una cárcel abandonada pero repleta de personas desesperadas y toneladas de basura.

En el lado más cercano al centro comercial se concentran las zonas más degradadas de Sa Presó. Entre sus habitantes, un peluquero que coge un patinete para «trabajar de peluquero en s’Arenal. Cuando voy a un albergue me dicen que tengo que esperar todo el día para guardar turno y así tener donde dormir. Pero yo trabajo. Y no puedo acceder a un alquiler porque se me acabó el permiso de residencia», señala un hombre de mediana edad.

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Cualquier hueco es susceptible de convertirse en una vivienda apresurada. Es el caso de las torres de vigilancia o las antiguas celdas, que cuentan con candados para preservar la intimidad y los pocos bienes de sus moradores.

«Aquí hay bolivianos, mallorquines, peninsulares, argelinos e italianos», dice uno de los residentes, dando cuenta de esa especie de Torre de Babel en la que viven docenas de personas desesperadas. «Hay gente con trabajo pero sin contrato. Y sin contrato no puedo coger ni una habitaicón», resume otro residente.

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Otro hombre que pide no ser identificado pero que no duda en hacerse una foto de espaldas haciendo un corte de mangas «a los políticos por mantener una situación similar a las favelas de Brasil». Junto con otros tres hombres, se ha hecho dueño de unas grandes salas que hace décadas albergaron los talleres de trabajo de los presos. «En Mallorca la vida es muy difícil», señala.

Al otro lado, en la parte de la carretera de Valldemossa, se alzan dos bloques de antiguas viviendas que ahora se han convertido en el domicilio de personas que no tienen otra opción. Pepi tiene 67 años y vive allí desde hace ocho años. «En esta parte de aquí vivimos familias, algunas desahuciadas por los bancos. Yo misma he pedido un piso al Ibavi hace años pero no hay manera. Y eso que echo muchos papeles...», se lamenta.

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Sin agua corriente ni luz, solventan las carencias acudiendo a fuentes y recurriendo a placas solares proporcionadas por Creu Roja y Médicos del Mundo. «Al otro lado hay muchas peleas, pero en esta parte vivimos personas normales y algunos han alquilado estos pisos. Tienen que pagar, pero no sé a quién», dice Pepi.

De los planes culturales de la legislatura pasada a los «200 pisos de lujo que quería hacer el alcalde Mateu Isern», recuerda Del Valle, hay todo un universo de posibilidades de lograr una solución digna para los sin techo.