«Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo digas».
Quizás podamos llegar a reconocer y asentir, si somos honestos y sinceros con nosotros mismos, que habitualmente en nuestras vidas y relaciones una gran parte de lo que decimos son mentiras, inconscientes quizás, unas otras, al igual que como loros, repetimos palabras ajenas prestadas de otros, de haberlo oído decir y de todo aquello que nos contaron, de leerlo en la prensa, y en las revistas, en los libros, de verlo en la pantalla o las pantallas.
Decía Shakyamuni el Buda: «La sabiduría consiste en diez partes; nueve partes de silencio y una parte de pocas palabras».
Otra parte de ese parloteo se «fundamenta» en ilusiones y fantasías, sueños e irrealidades, todo ello, aderezos de nuestras mentes que, al igual que en una ensalada, utilizamos para dar gusto y sabor, añadiendo o quitando según nuestro capricho y conveniencia a «nuestras» palabras, conversaciones y vidas.
Así, después de esta limpieza mental, dudo mucho que nos quede apenas una muy ínfima parte de la «propiedad» y sinceridad de «nuestras» propias palabras.
Y cuál sería la moraleja que podemos extraer de todo ello, si la hubiera.
«Es que hablamos mucho y decimos muy poco».