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Visitar la exposición que recoge los 25 años de arte/trabajo de Zulema Bagur supone cierto alivio para una forastera que vive en Menorca sin saber (a veces) muy bien por qué. Y es que llega un momento —momento que suele coincidir con el temido mes de febrero y sus sucesivos temporales de viento y frío, y con los dos puertos cerrados al exterior y los billetes de avión inaccesibles para cualquier crisis y con el desierto cultural, laboral y humano que invade la Isla en esta época— en el que una se pregunta qué demonios está haciendo aquí. La respuesta puede llegar de muchas maneras (o no llegar y abrir las maletas y lanzar los dados) y para mí, esta vez, atrapada en la incógnita desde hacía días, ha llegado en forma de haiku/cuadro.

Las pinturas de Zulema Bagur me han recordado a esas pequeñas piezas poéticas de origen japonés que, en su esencia, tratan de capturar un instante preciso/precioso con la naturaleza y sus estaciones como dianas. Dejó escrito Matsuo Basho (1644-1694), uno de los maestros de este arte, en una de sus composiciones más famosas (y en una de sus múltiples traducciones; ésta, en concreto, de Octavio Paz): «Un viejo estanque/ salta una rana ¡zas!/ Chapaleteo». El haiku, con su métrica de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas en su idioma raíz, y con la libertad de la que lo han dotado el tiempo y la incorporación a las demás lenguas a medida que ha ido conquistando fronteras, fija su mirada en el presente, suele huir del yo (del ego) y persigue, sin quererlo, convertirse en un mirador universal al que asomarse. Así, el autor de haiku no aparece en el centro, es mero testigo y éste, me ha dado la impresión, es parte del espíritu que recorre la muestra: el espectador no está pero observa. Pero el haiku no es un retrato inmóvil, contiene en su interior un mundo en movimiento y el ritmo de las cosas, igual que sucede dentro de estas obras que ahora, y hasta el 28 de marzo, se pueden ver en la sala El Roser de Ciutadella: no quedan estáticas en el lienzo, parten de ideas/palabras/sensaciones que luego traspasan el cuadro —incluso algunas de estas palabras se cuelan, a veces, literalmente, en la pintura, camufladas a modo de collage—, porque Zulema Bagur no solo pinta sus impresiones con pinceles, también las escenifica y las escribe. En las paredes de la exposición se pueden leer semillas, las mismas que parece que vayan a germinar desde ese montón de tierra que da la bienvenida al visitante: «Línea escrita, retxa pintada/ busques el teu lloc/ reconstrueixes/ un nou món/ el meu,/ el que jo voldria que fos.»

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Y es que contemplar los cuadros (los puertos, los atardeceres, las visiones aéreas de las playas de nuestros sueños, los campos susurrantes, las canteras estoicas de Líthica o los primeros brotes de un árbol desnudo) es revivir esos instantes que poseemos todos los que tenemos el privilegio de vivir aquí. Aquí y ahora, otro principio que habita en el haiku: van deshaciéndose las dudas. Las pinturas de Zulema Bagur cambian además con los pasos dados: te alejas de ellas y cobran un sentido de unidad (como cuando abandonas la isla unos días y vuelves a verla a la vuelta, desde el aire); te acercas y las pinceladas se confunden, se fragmentan en los pequeños detalles, en lo cotidiano, se intuye la mano de su creadora. Lo dicho y lo no dicho. Lo escrito y lo no escrito. Lo pintado y lo no pintado. Todo ello en convivencia silenciosa, a unos pasos de distancia. Es así cómo el campo, el mar, la piedra y el aire de Menorca se han ido a vivir estos días, en definitiva, dentro de los trazos de esta artista que ha demostrado que el tesón puede más que la tramontana y cuyo recorrido, desde su adolescencia y aquella primera cámara de fotos, unido a su deseo de aprender incluso (o sobre todo) de los pájaros, ayuda a despejar caminos/dudas que acechan de tanto en tanto, a algunos forasteros de esta isla.

De vuelta a casa y ya sin contener la respiración (qué más da dónde si se está bien y hay paraíso y todo es posible), me sorprendo jugando con este nombre amigo —Zulema, que por lo que cuenta Ponç Pons en uno de los textos que abren el catálogo, tiene origen semita y significa «paz»— y descubro de repente que ella ya lleva incorporada la palabra luz, como si el destino también lo hubiera sospechado. Voy más lejos (los juegos con las letras son uno de mis pasatiempos favoritos: los hay que prefieren los sudokus): si leemos el nombre en el sentido opuesto nos sale un amor por la luz en tiempo pasado. O mejor, intuyo, una orden dirigida (aquí y ahora) a nosotros, los visitantes.

@anaharo0