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Me cuesta ignorar sin más a alguien que me dirige la palabra. Incluso me siento mal si despacho a mi improvisado interlocutor ocasional con un gesto distanciador o un monosílabo negativo. Intento ser educado, pero en un caso no siempre cumplo con este propósito. Sé que sus intenciones son buenas, loables, dignas de ser aplaudidas. Merecen todo mi respecto, soy consciente de que la labor de las entidades a las cuales representan es impresionante, sobreponiéndose a dificultades que se han visto incrementadas por una austeridad que no distingue los coches oficiales de las ayudas a entidades sociales. Ellos, jóvenes animosos, con sus chalecos y sus carpetas, solo quieren convencerme para que contribuya a que los más necesitados tengan cubiertas sus necesidades y ayude a cumplir con una justicia distributiva en peligro de desaparición. Aparecen en verano, en zonas transitadas, y se dirigen al transeúnte con una pregunta: "¿Tiene un minuto para...?" Muchos son los que alegan prisas falsas, los que aceleran el paso bajando la cabeza, como si no los vieran. Solo este verano debo haber respondido de forma negativa unas veinte veces a la referida pregunta. Incluso reinciden en un mismo trayecto. Suelo saludarlos con buenos modos, aunque a veces, y me duele en el alma, no tengo más remedio que esquivarlos o, si llevo el día algo torcido, despacharlos con menos diplomacia. Admito que me resulta incómodo tener que ser mal educado y no atender su demanda, pero es que si no lo hago, los minutos requeridos en los últimos veranos rondarían ya la hora. No obstante, si la fórmula les funciona y así logran recursos para estas entidades, mi incomodidad como paseante es algo muchísimo menor. Discúlpenme. Nos seguiremos saludando.