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Si yo fuera Mariano José de Larra (y no hace falta jurarles que no lo soy), ahora escribiría un artículo costumbrista de los que se siguen leyendo con admiración doscientos años después de ver la luz, en línea con sus célebres «Vuelva usted mañana», «El casarse pronto y mal» o «El castellano viejo». En ellos denunciaba situaciones abusivas y pintorescas, que iban en detrimento de los ciudadanos: estaban tan arraigadas en nuestra sociedad que el tiempo transcurrido no ha logrado variar su rumbo, hasta el punto de que las quejas se repiten y las alusiones a esos títulos son constantes. Ello indica que el poder y la burocracia nos arrollan y nuestra capacidad de rebelión ha sido anulada, sabedores como somos de que tales fuerzas son omnipotentes y, ante ellas, nada puede el individuo en solitario.

Por si no fuera suficiente el luchar contra tales potencias, ahora hay que añadir los atropellos y extralimitaciones que nos imponen las compañías de servicios. No es necesario explicar, porque todos los lectores acumulan desastrosas experiencias al respecto, qué ocurre en nuestras relaciones con las empresas de telefonía, agua, luz, gas, seguros y similares. Apenas quedan oficinas a las que acudir y nuestros contactos son obligadamente a través del teléfono o de internet. Hablar con un comercial o con un interlocutor que tiene asignado el atender las peticiones o quejas puede convertirse en una peripecia inenarrable, porque los primeros hablan a una velocidad de vértigo, con términos indescifrables, y los segundos han sido aleccionados para no darnos la razón, con lo que nuestras reclamaciones se estrellan frente a un muro infranqueable.

Los contratos son verbales y ellos aseguran grabarlo todo, algo que a nosotros no se nos pasa por la cabeza. La convicción de que habíamos contratado una prestación puede ser descalificada con absoluta impunidad, porque actúan con la seguridad de que no nos hemos enterado de nada o solo a medias -algo probablemente cierto-, ya que los términos son confusos y enmarañados. No mejora la impresión que nos formamos en el caso desusado que nos faciliten una copia por escrito. ¿Quién es capaz de leerse tan farragosos párrafos cuando habíamos aceptado de buena fe lo que nos habían contado, sin imaginar todas las trampas que nos estaban tendiendo?

Tampoco el recibir toda la documentación por internet, y buscar la manera de satisfacer por este medio lo que nos solicitan, facilita las cosas. Tal vez una proporción pasable de jóvenes lograrán concluir el proceso, pero en modo alguno los que se manejan penosamente por los andurriales electrónicos. Mas eso no les importa, porque prefieren prescindir de ese personal que facilitaría la tarea. A un mercado cautivo se le puede imponer las más retorcidas condiciones. Una ventaja se obtiene de este desaguisado. Al tener que recurrir a los hijos o sobrinos se establece una relación más estrecha: estos pueden presumir de conocimientos y los mayores ven satisfecha su demanda, admirando el aprovechamiento de la formación que recibieron. Solucionan el problema, es verdad, aunque no tengan paciencia para que los ignorantes den un paso adelante en el aprendizaje.

La conclusión que se impone es que, por mal que nos encontremos adheridos a una empresa, peor es el cambio. ¡Qué difícil resulta obtener condiciones más idóneas, por más que las perspectivas sean aparentemente inmejorables! La realidad es muy tozuda y al final llega el arrepentimiento. Tal vez demasiado tarde.