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Cuenta André Maurois que los tribunales romanos disponían de una reja para separar convenientemente a los jueces del público. Las puertas, o barreras, de esta verja tenían forma de cangrejo, y se abrían o cerraban al comenzar los juicios, al acabarlos o al cancelarlos. De ahí, pues, toda la rama etimológica derivada del cancer latino que utilizamos en derecho y política. Las cancelas, la cancelación e incluso el canciller, que proviene del título del funcionario encargado de la apertura y el cierre de estas puertas, pertenecen a esa amplia familia del cangrejo que no solo habita en los fondos marinos, sino que, incluso, se dibuja en los cielos en la forma de una de las casas del zodíaco.

La actual política o cultura de la cancelación consiste en la retirada de apoyo moral, social, digital o financiero de aquellos que comparten, proponen o plantean opiniones consideradas cuestionables por parte de aquellos otros que también recorren los fondos legamosos del pensamiento público en busca de la corrección en todos los matices, especialmente los más oscuros y, por tanto, más sujetos a la valoración personal, del discurso político.

Por lo visto, cangrejos y canceladores comparten un problema de ecosistemas. Unos el de los fondos costeros y otros el de los bajos fondos del «ecosistema» de la atención. Y, sí, los dos andan hacia atrás. Comparten, además, la modificación evolutiva de haber transformado en pinzas sus patas delanteras para mejor operar en sus capturas y procedimientos de deglución que practican con refinada delectación al alcanzar una presa.

2 La política de cancelación no solo trata de privarnos de nuestra facultad de equivocarnos o disentir, nos deshumaniza al tratar de convertirnos a un pensamiento único y al pretender nuestra participación, tanto en la vigilancia del discurso como en el despliegue de crueldad contra aquel que se pase de la raya. Lo hace, además, en el confuso marco de esta nueva realidad que, según la brillante observación del novelista mallorquín Alejandro Escriche, ha convertido las líneas rojas en líneas de meta.

La atención de millones de seres humanos con las narices encajadas frente a sus pantallas se ha convertido en un extraño y preciado objeto de deseo para todo aquel que tiene algo que decir. Como siempre, el «buenismo», con su manía de descoser aquí para arreglar allá, ha irrumpido en este nuevo campo de juego para desbaratar las reglas e imponer unos modelos simples y viscerales. Y, como siempre, ha prescindido de las sutilezas. El hecho de que privar de la atención a aquellos cuyas opiniones no compartamos pueda resultar una merma en nuestra libertad de expresión o un empobrecimiento en nuestro debate sobre los temas más difíciles, ni se les ha pasado por la cabeza.

«Guárdate moza de promesa de hombre que como cangrejo corre» advertía Timoneda. Y nosotros, por nuestra parte, deberemos aprender a guardarnos de estos otros reaccionarios de caparazón duro y marcha retrógrada que rebuscan con sus pinzas, que prefieren detectar problemas en lugar de resolver los existentes, y destrozan nuestras libertades.