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Decía el pintor Henri Matisse que envejecer es inevitable, pero volverse viejo, no. Seguramente una de las maneras de esquivar la senilidad es evitar convertirse en un gruñón cascarrabias. Eso no significa, sin embargo, que no haya que refunfuñar jamás. Algunas veces es necesario protestar porque ya sabemos el dicho sobre lo que les pasa a los mamones que no lloran.

Y de ahí nuestra queja por la cantidad de porquerías que unos pocos desaprensivos arrojan a las cunetas de caminos o carreteras. Aunque hay de todo, la mayor parte de la suciedad son paquetes de tabaco y latas de cerveza, cola o bebidas energéticas.

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Años atrás, pensábamos que la falta de oportunidades para la educación era la explicación de la inmundicia y la guarrería que imperaba antaño en el campo y la ciudad. Pero en estos tiempos en que la educación pública es obligatoria hasta los 16 años es difícil entender esta falta de sensibilidad por el paisaje, la limpieza y el cuidado y la imagen de los espacios que son de todos.

Las campañas de limpieza de las administraciones no bastan para resolver el problema porque los guarros, al parecer, actúan día y noche sin descanso. Afortunadamente hay un puñado de gente anónima que no tiene reparo en ir recogiendo en sus paseos los desperdicios que los vándalos de pacotilla sueltan en los lugares públicos. Si no fuera por estas hormiguitas, en la Isla proliferarían indeseadas sucursales del vertedero de Milà, pues, por desgracia, a la vista está que no hay manera de controlar a los incívicos que tanta lata dan.