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Entre el eco atronador de los tambores de guerra resonando en el vecindario y el agudo griterío sobre el perdón de los pecados independistas en el propio patio, puede disculparse que no hayamos prestado la suficiente atención a nuestro flamante ministro de Cultura en sus interesantes declaraciones sobre museos y obra cultural. No tienen desperdicio. El máximo responsable de la gestión cultural pública de nuestro país, en su deposición ante la Comisión Parlamentaria de Cultura, afirma que «vivimos un momento histórico de cambio en el que la censura y la injerencia política ganan terreno en la gestión cultural pública». Debe ser cierto. Si alguien puede saberlo, es precisamente él. No hay, desde luego, (aunque en su corazoncito nuestro gerifalte se imagine a sí mismo como un esforzado combatiente antisistema) un observador más privilegiado y, a la vez, un responsable tan directo como nuestro ministro del ramo: el mismo declarante. Anuncia, tras este prolegómeno, una inminente revisión de nuestros museos.

Encuentra nuestro Ministro en su bipolaridad tanto un fiel consejero como un noble opositor. Eso sí, no sabe cómo protegerse -aprendiz de brujo a fin de cuentas- del propio poder de las armas que planea utilizar y de las que parece temer que le estallen entre las manos. Por nuestra parte, tomemos buena nota de que en estos momentos hay un exceso de censura y de injerencia política en el quehacer cultural de nuestro país y de que, según todas las apariencias, este exceso actual irá a más. Así lo pregona el propio responsable de su crecimiento, ejerciendo el papel poco convincente de un Atila que detuviese su caballo entre sus aterrorizadas y desconcertadas víctimas para sermonear sobre lo revueltos que andan los tiempos y avisar de que no debe esperarse gran cosa de la hierba una vez su caballo haya pasado por allí.

Los bárbaros, por cierto, tuvieron bastante poco que ver con el derribo de las hermosas estatuas y los nobles templos paganos. Con llevarse lo que en ellos hubiera de valor ya les iba bien. Estaban suficientemente ocupados con lo suyo de batallar, rapiñar, degollar, extorsionar o transgredir como para andar perdiendo el tiempo con la demolición de los decorados de sus fechorías. Las estatuas abatidas y los templos derribados fueron víctimas de los propios descendientes de quienes los erigieron y fueron destruidos en el sacrosanto nombre de la cancelación, la corrección y la censura por órdenes de funcionarios tan serios y razonables como los nuestros.

Muchos serán los que en estos tiempos actuales de ruido y confusión anhelen la prístina paz, el silencio profundo y la diáfana claridad cenital que, acompañando el leve descenso de unas mínimas partículas, al parecer compuestas únicamente de luz, contornea los rincones grises en las salas más recónditas y menos visitadas de nuestros museos. ¡Pues, nada de eso! Nuestros más agudos y despiertos observadores del páramo cultural en que se ha convertido la España de las autonomías y los desvelos woke, la de los recios valores del minifundio y la refinada artesanía del pesebre, han dictado, desde la elevación olímpica del observatorio situado en la torre de marfil que corona su Ministerio, la orden sabia y salomónica de arremeter contra la veneranda paz de los museos. Se utilizará para ello lo más afilado, letal y destructivo del arsenal administrativo: precisamente esas ‘censura e injerencia política’ que eran condenadas al principio de la exposición del ministro.

Este proceso de revisión se llevará a cabo en nombre, claro, de las razones y aspiraciones más elevadas: «permitir superar un marco colonial o anclado en inercias de género o etnocéntricas que han lastrado la visión del patrimonio y la historia». Debemos prestar atención a estos conceptos, su apariencia de mera cháchara institucional actual no debe despistarnos de los auténticos objetivos perseguidos. La gratuidad con que se prometen alegremente acciones que no se piensan llevar a cabo no puede relajarnos en la vigilancia ante ataques a un patrimonio común que nos concierne a todos como sociedad, y, por supuesto, supera las competencias y atribuciones de meros gobernantes de paso.

Chesterton hace decir a su candoroso Padre Brown, comentando alguno de sus paradójicos casos, que «el crimen es como cualquier otro trabajo artístico; no es, de ninguna manera, el único que procede de un taller infernal». Tengámoslo en cuenta cuando presenciemos esta noche anunciada de patrimonio profanado, cuchillos largos y cristales rotos en la que, precisamente mediante lo que se denuncia, se pretende sumir a nuestros museos.